Ilustración: Leticia Cabrera

Ilustración: Leticia Cabrera

Don Sincreto era un bicho raro en el pueblo. Los más viejitos de la zona solían excusarlo diciendo que era así de extravagante debido a sus antecesores, que habían sido muy religiosos. Otros agregaban que Sincreto era raro y medio loco, porque en él habían confluido muchas culturas y religiones. Los más decían que venía de una mezcla de inmigrantes canarios y gaúchos abrasilerados. Las viejas chusmas decían que tenía un tatarabuelo vasco rejuntado con una mulata linda, y que de esas segundas náuseas había salido una estirpe de bonachones locos. Los niños del pueblo quedaban boquiabiertos cuando escuchaban la historia fantástica de esa familia, mezcla de gringos herejes e indias brujas, que en la noche salían a jugar con las luces malas y las lloronas del arroyo.

De todo se decía de los orígenes de don Sincreto, y como a la gente le gustaba exagerar, la historia de este hombre se nutría de los antecedentes más abundantes del pueblo: 5 bisabuelas indias, un turco mercachifle, dos curas arrepentidos y un fraile aventurero, cuatro lobizones, un judío pordiosero, siete curanderas, dos negros candombleros y hasta una hermana de monseñor Jacinto Vera.
Todo eso era dudosamente cierto, pero sí era verdad que en don Sincreto había una cosa concentrada, vibrante; religioso al mango, a su expresión máxima, a la N potencia. La esposa ya se había acostumbrado a no entenderlo, y cada vez que el viejo le salía con una nueva religión ella sabía que tenía que cambiarle la yerba al mate y salir un rato a tomar fresco. Es que se ponía pesado con la novedad religiosa. No era malo, pero tenía eso…
 
Todas las mañanas preparaba el mate y escupía el primer sorbo a la tierra en tributo a la Pachamama. Antes de desayunar daba gracias a Dios por el pan cotidiano, y si las aves cantaban alegres daba gracias al viento por traerle esas bellas notas. De ahí salía derechito a misa, si era domingo de mañana, o al culto protestante si era la tardecita. Los dos de febrero cargaba la camionetita y salía expreso a Montevideo para presenciar los rituales de Iemanjá. Como te leía el Korán te interpretaba la Biblia, como te recitaba un Salmo se hacía santiguar. Su primer hijo iba a llamarse solamente Vicente por nacer el día de ese Santo. Pero Sincreto, multi-religioso terco, lo inscribió con los nombres de Abdel Salam Vicente de Olorún. Apellido: Santos. Su mujer no dijo ni pío. Y al niño, con el correr del tiempo, todos terminaron llamándolo ‘Tito’.
Un día apareció por el almacén del pueblo un hombre grandote y sonriente diciendo que venía a traer a todos una fe verdadera y salvadora. El almacenero, parco, cambió el escarbadientes de comisura y lo mandó expreso a la casa de Sincreto. Allí, su mujer estaba en el porche tomando mate y mirando plácidamente el horizonte. Al ver aquel auto negro impoluto detenerse, la mujer se espantó, se calzó las alpargatas y corrió a buscar a Sincreto que estaba en la cocina pintando unas Mandalas.
-¡Sincreto, dejate de pintar budismo y salí a ver el mastodonte que está estacionado frente a casa!- le ordenó de un solo respiro.
Sincreto salió, vio e inspiró. Soltó el aire despacito siguiendo las técnicas del Mantra. El hombrón bajó de su auto en una sola sonrisa de confianza, con sus ojos ocultos tras unos lentes opacos. Sincreto le dio la bienvenida y escuchó. Aquel hombre quería traer una nueva iglesia que iba a salvar de la perdición y del daño a todas las personas de ese pueblo. Era una iglesia exitosa, con filiales en muchos lugares del mundo, capaz de hacer milagros nunca vistos. Pero para hacerlo necesitaba aliados, hombres de fe que fueran su vanguardia y abrieran el paso a la llegada de su Iglesia.
La invitación estaba hecha, y al día siguiente Sincreto fue al Templo Central de esa Iglesia en una ciudad vecina para conocer aquella nueva fe. Recién a la tardecita volvió a su casa silbando bajito.
-¿Y…? ¿Qué te pareció la tal Nueva Religión? –Preguntó intrigada su mujer.
-Psss… Qué te voy a decir, Margarita. No me convenció –sentenció Sincreto- Entré, todo muy lindo, resplandeciente, me maravilló. Pero en cierto momento el que estaba ahí adelante dijo que si valorábamos a nuestras familias, y si queríamos que Dios nos hiciera exitosos, teníamos que demostrarlo ofrendando. Que Dios multiplicaría lo que nosotros diéramos. No sé… Seré muy religioso, pero no sé si creo en eso.
-Tenés razón che- dijo ella sonriendo -Hiciste bien en no creer. Digo yo, con la fe no se negocia…
Sincreto miró esos ojos dulces y brillantes, y en ese momento, sintió que los dioses le regalaban un hermoso mandala color miel.
Javier Pioli
(Narrado en forma dialogada con ‘El Vasco Inchausti’ en Ciudades Invisibles, CX30 Radio Nacional,  jueves 4/6/2015)