Hasta marzo de 2015 soy agnóstico. Si el próximo Presidente fuera Tabaré Vázquez, Luis Lacalle Pou, Pedro Bordaberry o Pablo Mieres, deberé ser católico, en la modalidad que el nuevo mandatario siga. Si en un futuro azaroso Álvaro Dastugue llegara a la Presidencia de la República, tendré que aceptar al Apóstol Márquez como mi referente religioso máximo. Si Mae Susana Andrade fuese la primer Presidente mujer, la Umbanda pasará a ser parte de la identidad religiosa de toda la población del país. Si no estoy de acuerdo, deberé emigrar. ¿Qué tal será Surinam?

Este es un anacronismo picaresco, un poco irreverente, que nos puede ayudar a comprender el mundo europeo del siglo XVI. La Reforma Protestante había abierto una brecha considerable en la sociedad medieval, y su adhesión por parte varios príncipes alemanes abrió puertas a un tiempo de guerras truculentas, donde en apariencia lo que se dirimía era una cuestión religiosa. “De quien sea la región, esa es su religión” (Cuius regio, eius religio) terminó siendo el principio por el cual el Sacro Imperio de Carlos V hizo “tablas” con los príncipes de la Liga de Esmalcalda. No obstante, este principio fue una formalidad bien alemana, que no evitó que en otros puntos del continente emergieran nuevos movimientos religiosos, que entrarían en pugna con los anteriores. Otra vez enfrentamientos, otra piedra en el zapato para los grandes poderes.

En este sentido, la Reforma Protestante debe ser comprendida como un acontecimiento político sumamente importante. En primer lugar, porque inicia el proceso de consolidación de los Estados-nación, con un gobierno, una lengua y una religión oficial, y eso es algo central para la Modernidad. Pero en un sentido de mayor continuidad, la Reforma abrió paso al cuestionamiento de la autoridad civil y religiosa, y con ello a un empoderamiento del sujeto. Así, cuando Martín Lutero cuelga sus 95 tesis en las puertas de la catedral de Wittenberg, o cuando Thomas Müntzer hace suyos los reclamos de los campesinos y acompaña estos levantamientos, estamos ante dos sujetos que se sienten impulsados por su propia conciencia. Son rupturas religiosas con un carácter sumamente político, y permiten que se cuele en el escenario una nueva variable: la conciencia, y desde ella, la posibilidad del disenso. Y de hacerse cargo de las consecuencias.

Javier Pioli