almacenPor Claudio Santuch

En la calle Juan Paullier esquina [1]Galicia  había un almacén de barrio, de esos que abundaban en Montevideo y de los que ahora quedan pocos. El progreso nos trajo hipermercados y shopping, quitándonos esquinas con mostradores donde los vecinos contaban sus vivencias. Ahora esas historias quedan encerradas puertas adentro en sus casas ¿Será porque son demasiado grandes para pasar por el pasillito de la caja de los supermercados, o porque las cajeras no tienen tiempo para escucharlas?

Con un “buenos días”, “buenas tardes” o “buenas noches”—dependiendo de la hora— Jorgito, el chico que atendía el almacén, recibía a cada cliente. Como a las diez de la mañana, igual que todos los días, doña María llegó con su pequinés a buscar la leche y el pan.

—Hoy llegan mis nietos de Buenos Aires —comentó como al pasar.

El brillo de sus ojos y la gran sonrisa se reflejaron en el rostro del joven que la atendía, mientras doña María hacía su pedido.

—Voy a llevar de aquellas galletitas y algunos caramelos. ¡Ah! dulce de batata también, ¡a ellos les encanta!—hizo una breve pausa y, casi apagándose su alegría por miedo a que la ilusión fuera en vano, murmuró: —Ya hace más de un año que no los veo— Sin embargo no dejó que la tristeza le ganara y se animó, diciendo:

—¡Gracias a Dios mi hija convenció a su esposo de pasar estas fiestas con nosotros!

Como pidiendo permiso a la emoción y aprovechando que abrió la billetera para pagar, mostró orgullosa una foto de sus tesoros, tras lo cual apoyándose en su bastón lentamente giró y se despidió.

—¡Oxibitue y combustible!—La voz ronca de don Manuel sorprendió a Jorgito quien, conmovido por las confesiones de un cliente, no se percató de la llegada del siguiente.

—¿Cigarrillos y Querosene?—preguntó el joven.

—No m´hijo. Un litro de tinto, el vinacho es mi combustible.

Esta breve conversación se repetía diariamente. Era solamente entre ellos, nadie más intervenía, como si fueran códigos entre generaciones diferentes.

—¿Con quién pasás las fiestas, Manuel?

El hombre contestó con un profundo silencio. Pagó y se fue sin decir hasta mañana, no porque considerara a Jorgito un atrevido sino porque los dos conocían la respuesta. Hacía años era la misma.

A causa de las ausencias muchas puertas no se abrirían aquel 24 de diciembre de 1984. Ausencias de familias enteras como la de los Velázquez que se iban a pasar Navidad con los viejos en Paso de los Toros. Chela, sin embargo, no abriría la puerta porque sus ausencias habían sacado pasaje únicamente de ida.

El almacén cerraba a las dos de la tarde y volvía a abrir a la cinco. Justamente cerrando estaba Jorgito, cuando repentinamente los bocinazos de un Inter que venía de Atlántida llamaron la atención de todos. Iban dirigidos a doña María que cruzaba Galicia imprudentemente, sin el bastón y gritando:

—¡Esperáme Jorgito, esperáme un poquito!

—¿Qué hace vecina?—preguntó el almacenero sin salir de su asombro—Se la va a llevar puesta un bondi ¿Qué le faltó?

Con la respiración a ritmo cardíaco doña María contestó:

—Me llamó mi hija. Ya están en Colonia. Almorzaban y venían.

Después de una pausa y con la sonrisa más amplia que nunca, continuó:

—Mientras hablaba con ella mis nietos gritaban: “¡abuela!, ¡abuela! ¡esperános con flan casero!” Y me di cuenta de que no tenía huevos. Dame una docena de esos colorados.

La hora de la siesta pasó y el almacén de José y Marita estaba abierto otra vez.

Desde aquel mundano confesionario de barrio, Jorgito, mientras calaba una sandía, fue testigo de la llegada de los nietos y del día más feliz del año de su confesante anciana.

A causa de las ausencias no se abrirían muchas puertas, pero la de doña María se abrió temprano y no se cerraría a la misma hora de siempre, seguiría abierta hasta la madrugada. Los niños estarán contentos con sus presentes, los adultos satisfechos por estar presentes y doña María feliz, por este presente más valioso que el pasado y más seguro que el incierto futuro.

Jorge dejó de ser Jorgito aquella tarde; maduró de golpe como maduramos muchos ante la realidad de otros que nos pone de frente a la nuestra. La historia de doña María lo dejó pensando.

—¡Cuántos sentimientos mueve la Navidad! Es como si algo en tu interior activara la paz, el amor y la voluntad de dar. No quiero estar al margen de este sentir popular. Seguro que algo puedo hacer.

Este pensamiento le quedó dando vueltas en la cabeza el resto de la jornada.

La tarde se fue sin que nadie se diera cuenta, puertas y ventanas permanecían abiertas. Mientras tanto, todos seguían disfrutando de la calidez que nos regala diciembre aquí en el sur. La dama de la noche endulzaba el aire, bombas brasileras estallaban por doquier y los alegres tamboriles cortaban la calle. Las despedidas con deseos de felicidad emocionaban. Algunos vecinos cruzaban a abrazar a sus proveedores de todo el año, otros, desde su silla playera —más enviciada de adoquín que de arena—, levantaban el vaso como brindando a lo lejos. Los niños se ponían impacientes preguntando cada cinco minutos si ya había pasado otra hora. El cielo estrellado guiñaba entre las hojas de los plátanos y en una jardinera los rayitos de sol se habían ido a dormir, invitados por el hibisco rojo que cerró sus flores esperando el milagro del nuevo día. También el almacén cerró.

Después de cerrar, con el pan dulce y la sidra que le regaló el patrón, Jorge salió apresurado. Esa noche en la Iglesia hacían el pesebre viviente con muchos chicos del barrio como protagonistas y él asistiría con su familia antes de la tradicional cena navideña. Salió rápido pero súbitamente se detuvo. Su apuro de llegar a casa fue censurado por esas ganas de ser bueno que te vienen en Navidad. Decidió no quedarse con las ganas y darle lugar a la acción. Caminando lentamente se acercó a una de esas casas que estarían cerradas por las ausencias. Se detuvo frente a ella y después de tomar coraje dio cuatro tímidos golpes en la humilde puerta, los cuales no fueron contestados. Sin embargo no se rindió, golpeó insistentemente hasta obtener respuesta.

—¿Quién es?—preguntó finalmente una gangosa y triste voz.

—Soy Jorge, del almacén. Tengo un regalo para usted.

No fue fácil convencerlo de que aceptara pero más tarde, en la iglesia y para sorpresa de todo el barrio, sentado junto a Jorge y su familia, portando el Oxibitue y el tinto estaba don Manuel. Había aceptado la invitación a la iglesia y a cenar. Don Manuel tuvo una noche buena en familia ese año y Jorge, mientras veía formarse el pesebre, pensaba:

—Las buenas acciones de Navidad deberían repetirse todo el año.

[1]En la actualidad la calle Galicia a esa altura lleva el nombre Salvador Ferrer Serra