Óscar Bolioli (1934-2017) fue pastor, padre, abuelo muy querido y referente religioso que atravesó fronteras. Fue un gran tejedor de puentes para salvar vidas de uruguayos y uruguayas perseguidos por la dictadura, un resistente desde la fe a las presiones del autoritarismo. Se despidió de nosotros, a los 82 años, el domingo 18 de junio.
Para entender el rol social y político del pastor Óscar Bolioli hemos de hacerlo a la luz del compromiso colectivo de la Iglesia Metodista, la cual presidió durante tres períodos (1974-79, 2002-08, 2012-16). Su participación en diversas instituciones eclesiales y de defensa de los derechos humanos a nivel nacional e internacional, y la comprensión evangélica que guió su accionar político, surgen de una Iglesia comprendida como aquella que tiene la misión de extender la mano y proteger al caído. Afirmaba así en una entrevista radial: “Nuestro fin no es perpetuar obras o hacer crecer la membresía de la Iglesia, sino apoyar la dignidad humana”. Esa decisión, tomada en diferentes períodos de su historia de servicio, le generó conflictos y la posibilidad de servir de una forma abierta a toda la sociedad.
Hace pocas semanas, en una entrevista para el documental Fe en la resistencia, planteó: “Durante el pachecato el gobierno le dio muy duro a la Iglesia Metodista por su compromiso con las libertades humanas y la permanecía de la democracia”. La Iglesia tuvo cinco pastores presos, entre ellos Ademar Olivera (actual miembro del Grupo de Verdad y Justicia) y varios laicos e intelectuales destacados, como el escritor Híber Conteris.
Durante la dictadura la Iglesia sufrió una gran persecución y control por parte de los organismos de represión, y la mayoría de sus líderes fueron fichados e imposibilitados de ejercer cargos directivos. Según cuenta el pastor Bolioli en el libro de su colega Ademar Olivera Forjando caminos de liberación, la Iglesia padecía el miedo y la desconfianza impuestos por los militares, pero buscó caminos creativos para no someterse a las restricciones que quería imponer la dictadura. El personaje que siempre volvía a la memoria de los pastores y curas que tuvieron un rol comprometido en este tiempo era el de Adolfo Alencastro, encargado de asuntos religiosos, culturales y sindicales del servicio de inteligencia de la Policía. Eran frecuentes las citaciones, interrogatorios e intervenciones de los teléfonos de la Iglesia; muchas veces los sermones y actividades en la Iglesia Metodista Central, donde predicaban Emilio Castro, Ilda Vence y el propio Bolioli, eran reportados a los servicios de inteligencia.1
La visita a los presos y la ayuda a sus familias es un tema central en la práctica metodista comprometida, y aunque las reglas que impuso la dictadura iban contra ambas tareas de la Iglesia, Bolioli usaba su capacidad de negociación y sus contactos en el exterior para que se pudieran concretar visitas, acompañamiento y se gestionaran ayudas concretas a los que sufrían persecución. En una oportunidad organizó la visita de delegaciones de religiosos de Europa y de Estados Unidos, que luego realizaron denuncias de las situaciones de violación a los derechos humanos existentes en Uruguay. También el gobierno sueco le confió la responsabilidad a la Iglesia, bajo su presidencia, de la distribución de ayudas enviadas para familiares de presos políticos. Durante ese período también asumió, junto a la asistente social María Teresa Olivera, la representación en Uruguay del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), y ayudó a liberados que necesitaban salir del país. Para esta tarea de dar asilo y refugio se conformó una red de pastores, sacerdotes y laicos que buscaron caminos para el exilio a través de la frontera de Brasil y el litoral. El pastor se encontraba bajo la lupa de los servicios de inteligencia estadounidense y del régimen del apartheid de Sudáfrica, que funcionaba en Uruguay.
Entre los años 1982 y 2000 fue director del Departamento de América Latina y el Caribe del Consejo Nacional de Iglesias de Estados Unidos, con sede en Nueva York. Desde este cargo supervisó proyectos en la región, y en Uruguay apoyó el retorno de los exiliados mediante el Servicio Ecuménico de Reintegración. Su experiencia política y eclesial vivida en Uruguay le sirvió para cumplir un rol similar al que desempeñó para los uruguayos en tiempos de dictadura, pero en este caso para ayudar a muchas iglesias y organizaciones sociales que sufrían los conflictos armados en Centroamérica. Hacia el final de su mandato fue mediador entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba en el caso de Elián González, el niño que sobrevivió a la tragedia de perder a parte de su familia cuando intentaban llegar al país del norte en una balsa improvisada, hecho que muchos uruguayos pudimos ver por televisión. En ese contexto se encontró en varias oportunidades con Fidel Castro y las autoridades eclesiales de Cuba.
Sus últimas dos presidencias de la Iglesia Metodista, y su presidencia, hasta el momento de su partida, de la Federación de Iglesias Evangélicas del Uruguay estuvieron marcadas por dos temas que él consideraba medulares: la defensa de la laicidad y la agenda de derechos. Su convicción lo llevó a entrar en disputa y oponerse a la instalación del monumento a Juan Pablo II en 2005, a la presencia de una capilla en el Hospital Militar, en 2015, y la estatua de la virgen en la rambla de Montevideo, en 2016. Hasta sus últimos días buscó promover la discusión sobre las leyes de salud sexual y reproductiva, matrimonio igualitario y eutanasia en el ámbito de las iglesias protestantes uruguayas. Sus posturas fueron consideradas peligrosas e incomodaron a sectores católicos y evangélicos conservadores. Quizás un hilo conductor de su vida haya sido su búsqueda de garantizar los derechos en una sociedad plural, libre y de convicciones democráticas, a veces tan desdibujadas en los discursos político-religiosos de este país.
1. Véase “Agua roja que me brota”, Brecha, 14-V-17.
Nicolas Iglesias Schneider y Stefanie Kreher
Publicado originalmente en Brecha.
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