Por Adrian Aranda
En la protocomunidad judeocristiana del primer siglo existen ciertas características que quisiera explayar. Primeramente, existe un fuerte sentido de justicia, igualdad y abnegación. Las riquezas se depositaban a “los pies de los apóstoles” y se repartían “a cada uno según su necesidad” (Hch.4:35). Cuando los apóstoles ya no pudieron atender con diligencia esta tarea propusieron al pueblo (a la grey) que eligieran siete diáconos para administrar los bienes y atender a las viudas y huérfanos con diligencia, y “agradó la propuesta a toda la multitud; y eligieron” (Hch.6:5). Aquí vemos claros ejemplos de justicia en tanto que las ofrendas eran repartidas entre toda la grey según las necesidades y con una protección plus sobre las viudas; de igualdad en tanto fue la “multitud” quien escogió a los siete diáconos mediante una “propuesta” de los apóstoles; y de abnegación en tanto que los apóstoles de una manera desprendida no tuvieron reparo alguno en ceder el trabajo de administrar los bienes a creyentes “de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y sabiduría” (Hch.6:3), pero no elegidos por ellos mismos, sino elegidos por la “multitud” en tanto que “los doce convocaron a la multitud de los discípulos y dijeron: […] Buscad, pues hermanos entre vosotros, […] a quienes encarguemos de este trabajo” (Hch.6:3).
Algo similar sucede cuando Pedro recibe la revelación de ir a predicar a los gentiles a la casa de Cornelio. El impacto para su mentalidad judía fue muy grande, y tuvo que desestructurarse y ceder a la revelación del Señor. Así y todo, “siendo considerado como columna” de la Iglesia (Gá.2:9) al volver a Jerusalén tuvo que rendir cuentas, dado que lo increparon “diciendo: ¿Por qué has entrado en casa de hombres incircuncisos, y has comido con ellos?” (Hch.11:3). Pedro, sin aires de imponer su liderazgo, ni su nueva revelación (que era la del Evangelio mismo en su totalidad), les contó todo “por orden lo sucedido” (Hch.11:4). Aquí vemos a “un líder importante” de la Iglesia primitiva rendir cuenta sobre algo que había hecho, con humildad, sencillez y cautela, y ni siquiera fue que le rindió cuentas a los demás apóstoles solamente, les rindió cuentas a “los que eran de la circuncisión”, es decir, a toda la comunidad judeocristiana que se encontraba en Jerusalén.
Avanzada y desarrollada la Iglesia primitiva, consolidadas y bien distinguidas la comunidad cristiana judía y la comunidad cristiana gentil, surgió el asunto de que si los nuevos conversos gentiles debían circuncidarse o no. Para ello, se estableció un ámbito de diálogo y “mucha discusión” (Hch.15:7), el cual más tarde sería llamado el Primer Concilio de Jerusalén, y en el cual se resolvió en conjunto, puesto que les había parecido bien al Espíritu Santo y a ellos (a “nosotros” dice Hch.15:28), no imponer la circuncisión a los gentiles como condición para comulgar, y elaboraron una carta que enviaron a Antioquía para hacer saber de su resolución.
Vemos en el anterior relato, un espíritu “democrático”, en el sentido de que no existían imposiciones, ni se concebían las arbitrariedades de los principales líderes como “la Verdad” o como una orden vertical, sino que predominaba el diálogo, la búsqueda del consenso, la unidad en el “sentir” pero nunca en el “pensar”. Varias veces el apóstol Pablo exhorta en sus epístolas a los creyentes a tener un mismo “sentir”, “parecer” (Fil.2:2; 1Co.1:10) y “unidos en una misma mente”, pero esta palabra “mente” en el griego tiene como término más próximo “Noûs”, que no refiere a “pensar” ni a “razón”, dado que estos téminos aparecieron siglos después, sino que refiere al “alma”. En ninguna parte del Nuevo Testamento se nos insta a “pensar todos igual”, sino más bien que la exhortación es a “sentir todos igual”.
La historia parece indicar que fue en siglo II cuando nació una estructura jerárquica dentro de la Iglesia. Según el teólogo Hans Küng[1] constó de tres fases antes del asenso del obispo de Roma que consolidaría la jerarquización eclesial. Una primera fase data de que los obispos-presbíteros, durante los últimos años del primer siglo, luego de la muerte paulatina de los primeros apóstoles, se fueron imponiendo a los profetas, maestros, diáconos y otros servicios dentro de la Iglesia. En la Segunda fase, se comienza a imponer el episcopado monárquico, es decir, un solo obispo por ciudad. En la tercera fase, el episcopado se extiende a un territorio eclesial más allá de una sola ciudad, lo que se llamaría luego “diócesis”, palabra que viene del latín “dioecĕsis” que deriva del griego “διοικησις” (dioikēsis), y significa “administración, dirección, gobierno”. Finalmente el episcopado monárquico en Roma surge a mediados del siglo II personificado en el obispo Aniceto.
Pareciera que la jerarquización no formó parte de la esencia de la cuna del cristianismo, sino que fue un producto elaborado y alimentado por la sed de poder de los hombres. El protestantismo simbolizado en Lutero, representa una ruptura con la verticalidad monárquica y una apología a la libertad cristiana mediante la legitimación del sacerdocio universal, es decir, el hecho de que todos podemos acercarnos directamente a Dios a través de Jesucristo, lo cual nos pone en igualdad de condiciones delante del Soberano Señor. Las Sagradas Escrituras no hacen distinción entre cristianos, las distinciones las introdujeron hombres que querían apartarse de la masa y formar una “élite eclesial” (Lutero). Decía el Reformador en su carta sobre la Libertad cristiana que esto es hacernos “verdaderos esclavos de la gente más incapaz del mundo”[2].
Para seguir reafirmando nuestra tesis de que “el carácter de la filosofía moderna está impregnada del espíritu protestante”, podríamos decir que según Zizek
Una de las definiciones posibles de la modernidad es: el orden social en el cual la religión ya no está plenamente integrada a una forma de vida cultural particular ni se identifica con ella, sino que adquiere autonomía, de modo tal que puede sobrevivir como la misma religión en diferentes culturas[3].
En otras palabras, la cohesión social, el “orden social”, ya no necesita de la religión y viceversa. El Estado moderno tiene las mismas estructuras que la religión monárquica, pero sin la sustancia religiosa medieval, sustancia que aplastaba al pueblo en todos sus sentidos, y perpetuaba un sistema de dominación. No está alejada de esto la famosa frase de Marx de que la “religión es el opio del pueblo”, pues así como el opio adormece el cuerpo, la religión -dominante y castradora de conciencias críticas- perpetúa el Poder dominante y por ende el sufrimiento de los dominados, explotados y marginados. La protesta del protestantismo es en contra este poder dominador, que de hecho, carece de legitimación bíblica, histórica y teológica. Lo que hicieron los Reformadores, no fue innovar ni traer “nuevas revelaciones”, sino desvelar la vaciedad que padecía el discurso católico-religioso de la época.
“La Edad media -escribe Nietzsche- presenta a la Iglesia como una institución con una meta universal que abraza a toda la humanidad”. Foucault diría que en cada época (o episteme para ser más fiel a su lenguaje) existe un Saber-Poder dominante, que delimita los conceptos de normalidad/anormalidad, bien/mal, correcto/incorrecto, es decir, que ejerce poder dentro de un “ámbito de veridicción” que lo empodera para legitimar enunciados, en otras palabras, generar verdades. En el medioevo quien ejercía este poder era la Iglesia católica. Esta institución definía las verdades (universales), lo “normal y anormal”, y por ende, configuraba el establishment, quien en su afán de mantener el orden por medio del poder, utilizando la herramienta de la ortodoxia (en griego, orthos-doxa), que significa “quien opina derecho”, es decir, quien opina acorde. ¿Acorde a qué? acorde al orthos (opinión) dominante. Esto significa que la Iglesia medieval, establecía una opinión dominante (ortodoxia), a la que debía ajustarse para opinar “derechos, normal, correcto”, o de lo contrario se estaría entrando en el oscuro terreno de la heterodoxia, donde se tiene una doxa (opinión) hetero (diferente) a la establecida. La heterodoxia se convertirá en el límite entre la inclusión y la exclusión, entre lo permitido y lo prohibido.
El movimiento espiritual de la Reforma nace como una heterodoxia, dada su condición de “protesta” dirigida a los cánones establecidos. La Reforma es el primer movimiento heterodoxo que logra establecerse y permanecer desde que el Concilio de Nicea (325 d.C) había establecido por primera vez la doctrina legítima y acabado con la posibilidad de que los movimientos heterodoxos de los primeros siglos de cristiandad siguieran su curso sin sufrir persecuciones.
Locke, sintetizando sus tesis y al mismo tiempo atacando la teoría del origen divino de la monarquía, escribe:
Primero. Que Adán no tuvo, ni por natural derecho de paternidad ni por donación positiva de Dios, ninguna autoridad sobre sus hijos o dominio sobre el mundo, cual se pretendiera.
Segundo. Que si la hubiera tenido, a sus hijos, con todo, no pasara tal derecho.
Tercero. Que si sus herederos lo hubieren cobrado, luego, por inexistencia de la ley natural o ley divina positiva que determinare el correcto heredero en cuantos casos llegaren a suscitarse, no hubiera podido ser con certidumbre determinado el derecho de sucesión y autoridad.
Cuarto. Que aun si esa determinación hubiere existido, tan de antiguo y por
completo se perdió el conocimiento de cuál fuere la más añeja rama de la
posteridad de Adán, que entre las razas de la humanidad y familias de la tierra, ya ninguna guarda, sobrepujando a otra, la menor pretensión de constituir la casa más antigua y acreditar tal derecho de herencia.[4]
Esta síntesis de Locke, es una contrapropuesta, una interpretación diferente a la que predominaba en su época, una interpretación que provocaba temblor en los poderosos de su tiempo. El pensamiento de este filósofo anglicano sigue la línea propuesta por los Reformadores un siglo antes. La Reforma es una protesta sociopolítica, y sobre todo, una protesta hermenéutica, es decir, una contrapropuesta interpretativa a las interpretaciones predominantes (mayoritariamente aceptadas) de los textos bíblicos.
La ortodoxia, estableció mecanismos de control para perpetuar su doctrina y hermenéutica: “control de las Escrituras, el concepto de tradición, la formación de cargos eclesiásticos unidos a la idea de la sucesión apostólica”[5]. El criterio para el “control de las Escrituras” era velar que toda interpretación (hermenéutica) se acomodase “en líneas generales a (la interpretación de) la Gran Mayoría”[6] (ortodoxia).
Hipólito de Roma, uno de los principales referentes de defensores de la ortodoxia, escribió en su obra del siglo III, Refutación de todas las herejías: “Probaremos que los herejes son seres sin Dios, tanto en sus opiniones como en sus modos”[7]. En sus opiniones (doctrina, canon) como en sus modos (hermenéutica) afirma Hipólito, dejando claro que el control ortodoxo es un control del qué interpretar (opinión) y del cómo (modo) interpretarlo, esto es, un control hermenéutico y canónico; y es contra ese control que se levantan los Reformadores.
Adler y Charles van Doren escriben en su obra Cómo leer un libro con respecto a las características de la ortodoxia:
Tal palabra tiene dos raíces griegas, que significan «opinión correcta».
Para estos libros existe una y sólo una lectura correcta, y cualquier
otra lectura o interpretación está cargada de peligros, desde la pérdida
del aprobado hasta la condenación del alma. Esta característica
conlleva una obligación. El lector creyente de un libro canónico está
obligado a encontrarle sentido y a descubrir que es verdadero en
uno u otro sentido de la palabra «verdad». Si no puede hacerlo por
sí solo, está obligado a acudir a alguien que si pueda, un sacerdote o
un rabino, o su superior en la jerarquía del partido, o su profesor.
En cualquier caso, está obligado a aceptar la solución que se le
ofrezca a su problema. Lee esencialmente privado de libertad; pero
a cambio obtiene una especie de satisfacción que posiblemente no
logrará al leer otros libros.
La manera en cómo el saber filosófico moderno se enfrenta a la ortodoxia es mediante la “duda”, sombra de la “protesta” de La Reforma. “Consideraba como falso todo lo que solo fuera verosímil”[8] escribe Descartes en su Discurso del Método. Descartes hace de la duda un método (no un fin) para llegar a verdades más certeras, para escapar de las arbitrariedades de los hombres. La racionalidad moderna de Descartes, Kant y Hegel, lejos de querer sustituir la Providencia divina, busca armarse de protección contra la arbitrariedad de la Edad Media. Estos pensadores caminaron hacia delante pero de espaldas, mirando hacia el despotismo monárquico y planteando nuevas concepciones que libraran a sus generaciones de perpetuar la dominación de los poderosos.
Porque “no confío en el Papa, ni en su Concilio, debido a que ellos han errado continuamente y se han contradicho” declaró Lutero en la Dieta de Worms en 1521. Y agrega “Mi conciencia es prisionera de la Palabra de Dios, y no puedo ni quiero revocar nada reconociendo que no es seguro o correcto actuar contra la conciencia […]”[9]. Lutero se niega a actuar “contra la conciencia”. Quizá sea esta la característica que atraviesa a todos los hombres modernos: No actuar contra la conciencia, y por ende, la autoafirmación, la autonomía y la libertad serán factores esenciales para defender esta nueva posición ante el Saber-Poder.
[1] Vid. Cristianismo, esencia e historia
[2] libertad cristiana Lutero
[3] el titere y el enano zizek pag 9
[4] 2 tratd gob civil pag29
[5] cristianismo derrotados pag 157
[6] ibid. pag 178
[7] Refutaciones herej, citado en cristianismo derrotado, pag 188.
[8] discuros del metodo, pag 25
[9] Dieta de Worms, 1521. Recuperado de: http://www.cervantesvirtual.com/bib/historia/CarlosV/7_1_14.shtml
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