La secularización, entendida como el proceso en el cual la religión y la espiritualidad perdieron su autoridad social y cultural en la civilización occidental, ha sido atribuida al desplazamiento de la fe por medio de las ciencias ocurrido en el siglo XIX en pleno auge del positivismo. Charles Taylor, en su obra La era secular, se atreve a ahondar más en el proceso de secularización, y postula, sin negar la tesis del desplazamiento, los a priori en el imaginario social que facilitaron el traspaso de la creencia a la increencia. Entre ellos el “moralismo”, que deriva de lo que Taylor llama “deísmo providencial”, esto es, un orden cosmológico impersonal propio de la Modernidad que suplantó al Dios personal y ordenador del mundo encantado premoderno. Según Taylor,en
(…) buena parte de la prédica, se ocupan del pecado cada vez menos como un estado del que necesitamos ser rescatados mediante cierta transformación de nuestro ser, y cada vez más como un comportamiento incorrecto al que debemos darle la espalda a fuerza de persuasión, entrenamiento o disciplina. Muchos historiadores del periodo han observado esta preocupación por una moral de la conducta correcta. La religión se reduce al moralismo (p.418 ).
En su reciente obra, El asedio a la imaginación, el profesor Gustavo Pereira cataloga al moralismo como una patología social, es decir, una distorsión cognitiva que se produce cuando un tipo de racionalidad se impone en un contexto práctico al que pertenece otro tipo de racionalidad. En palabras de Pereira:
Estos procesos por los que suscita el mecanismo de la imposición de un tipo de racionalidad práctica en un contexto práctico regulado por otro tipo de razón práctica culminan realizando una institucionalización de esa forma de comportamiento, por lo que una vez que se realiza tal institucionalización puede entenderse a las patologías sociales como prácticas regladas que distorsionan el sentido del contexto práctico en el que se han impuesto (p.103).
El moralismo se darìa cuando la moral, con sus pretensiones de validez universal, se impone en contextos en que funcionan otro tipo de racionalidades. Por ejemplo, según Pereira, si la racionalidad moral se impone en un contexto práctico regulado por la ética, lo que obtenemos es un “moralismo ético” que produce “restricción de planes vitales a criterios morales” (p.130).
Ahora, lo que me interesa tratar en este artículo es si podría darse una patología en el ámbito de la fe, específicamente, si en el contexto práctico regulado por la fe (La Iglesia entendida como comunidad) podría imponerse una racionalidad ajena como la moral y provocar así un “moralismo religioso”. Para ello deberíamos tener presente cómo es la racionalidad que regula el contexto de la fe. Dicha racionalidad regula el ser y el deber ser por medio de los criterios del amor. El “código de procedimiento” de la fe cristiana es amar a Dios y amar al prójimo, en estas dos acciones “se cumplen la ley y los profetas” (Mt. 22:40). Cualquier acción que no se oriente a estas dos finalidades podría catalogarse como patológico en el sentido en que estamos usando dicho término. Siguiendo la línea de planteamiento del profesor Pereira, si el “moralismo ético” restringe los planes vitales a criterios morales, podríamos decir que el “moralismo religioso” restringe la religión, la fe o la espiritualidad a criterios morales, retomando las palabras de Taylor citadas anteriormente, “la religión se reduce al moralismo”.
Así entendido el moralismo religioso, podríamos decir que lo patológico del mismo es que la fe y la espìritualidad ya no se basan en la acción de amor a Dios y al prójimo sino en normas morales. Soy un mejor cristiano no en tanto amo más a Dios y al prójimo sino en tanto cumplo tales o cuales criterios morales. Este se ve claramente en parte del cristianismo de nuestra época, en donde muchos creyentes sienten que en primera instancia su compromiso con la fe depende de que defiendan y adopten cuestiones morales tales como promover heterosexualidad, ser pro-vida, luchar contra la “ideología de género”, votar candidatos que nombren a Dios en sus discursos, etc.
Es más plausible que un cristiano de hoy sienta una fuerte inclinación moral a apoyar las políticas contra el aborto de Donald Trump aunque tenga que pasar por alto el destrato que este presidente ha mostrado hacia los extranjeros. Se dejan de lado algunas prácticas en detrimento de otras, se sacrifica el amor en el altar de la moral. La viuda, el huérfano y el extranjero son solapados por cuestiones morales que se deben defender en la esfera pública. Se suele conocer a los cristianos más por aquello contra lo que están en contra que por aquello por lo que están a favor. De esta manera el cristianismo se vuelve reaccionario, se presenta en la esfera pública siempre con una postura defensiva.
El apóstol San Pablo a lo largo de sus epístolas advirtió una y otra vez del peligro de que la ley del espíritu (fe) devenga en ley de la letra (moral). Cristo reprendió fuertemente a los eruditos religiosos de su época por su tendencia a cuidar lo exterior (moral) y descuidar lo interior (fe). Para Hegel el espíritu del judaísmo se basa en la legislación o positividad, es decir, en lo exterior, y Cristo “opuso algo en absoluto extraño a los judíos, esto es, la subjetividad…” (El espíritu del cristianismo y su destino, p.54). No es de extrañar que en muchas Iglesias de nuestro tiempo que tienen una fuerte tendencia al moralismo haya también una fuerte tendencia al judaísmo.
En 2014 mientras Israel atacaba con todo su poder armamentístico la franja de Gaza y morían miles de civiles palestinos, pastores evangélicos compartían en las redes sociales los “avances” del ejército israelí, justificando su accionar con que están defendiendo al pueblo escogido de Dios. El moralismo en algún sentido también provoca que el cristiano se coloque del lado del opresor en vez del lado del oprimido. La opción por los pequeños y humildes que plantea el evangelio y los profetas del antiguo testamento resulta contrastante ante las actuales alianzas entre iglesias evangélicas y el poder político-económico. ¿Dónde están aquellos que levantan la voz por la viuda, el huérfano y el extranjero? Quizá sea tiempo de escuchar nuevas voces, de escudriñar las acciones de quienes profesan la fe cristiana con sus labios y con sus actos oprimen a los más débiles.
Adrián Aranda
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