Hace poco escuché una anécdota que me llamó la atención, de parte de una conocida que participó como invitada en un grupo convocado para dialogar sobre la situación religiosa en Argentina. En un momento de la charla, ella afirma que el Estado debe comprometerse, de alguna manera, con la promoción del diálogo interreligioso. Quedó sorprendida por la inmediata reacción de varios teólogos presentes tras escuchar su propuesta, quienes afirmaron que dar lugar a ello implicaría un retroceso con respecto a los logros de la separación entre la institución estatal y la eclesial dentro de la democracia formal vigente.
Esta historia confirma algunas intuiciones sobre la complejidad que presenta el tema de la laicidad, especialmente en el contexto argentino. Por una parte, debemos preguntarnos cuan real es el alcance de este elemento. En muchos sentidos la separación entre Iglesia y Estado es evidente, vista desde cierta mirada pragmática. ¿Pero cómo entendemos este aspecto al ver el lugar de preferencia que aún posee la Iglesia Católica Romana (ICR) en el artículo 2 de la Constitución Nacional o su nominación como entidad autárquica junto al Estado nacional y los municipios dentro del Código Civil? ¿Qué decir del “sostenimiento” (término presente en el artículo constitucional mencionado) económico de la ICR desde fondos del Estado, con un presupuesto equivalente a los escalafones de funcionarios públicos?
El panorama se complejiza aún más cuando analizamos el poder simbólico de lo religioso en el espacio público y las prácticas políticas. Podemos ver el profundo vínculo que aún existe, por ejemplo, entre la comprensión de la “argentinidad” y la “catolicidad”. También la influencia del lobby religioso dentro de procesos políticos, especialmente en lo referente al tratamiento de leyes sobre temáticas sensibles. Por último, el “fenómeno Francisco” del cual somos testigos estos últimos meses, evidencia los intersticios de estas dinámicas al ver cómo las fuerzas políticas tratan de reapropiarse de la figura del Papa para diversos propósitos. Podríamos mencionar innumerables ejemplos más que muestran, desde diversas facetas, la gran influencia de lo religioso en el campo social, y desde allí en las dinámicas políticas institucionales.
Estos fenómenos reflejan dos elementos. En primer lugar, que la separación Iglesia-Estado en América Latina, más allá de ciertas formalidades, en muchos aspectos aún no se ha logrado plenamente. Más allá de las lecturas institucionales, históricas y sistémicas que podríamos hacer del origen de estos procesos, cabe considerar que existen aspectos mucho más amplios, a nivel socio-cultural, que le dan lugar. Aquí el segundo elemento: lo religioso y lo cultural poseen una interrelación mucho más compleja, heterogénea y real de lo que el desdibujamiento de cierta cosmovisión laicista extrema quiere presentar. En otros términos, el lugar y peso (creciente, en mi opinión) que aún posee lo religioso en el espacio público y en las dinámicas políticas, no se debe ubicar sólo desde la influencia histórica de cierta institucionalidad –como el caso de la ICR- sino también por la importancia que posee dicho campo dentro de lo social como matriz de sentido.
Esto arroja una pregunta aún más profunda: ¿cómo se define lo religioso desde estos escenarios? Aquí volvamos a la historia relatada inicialmente. Parece ser que los colegas que cuestionaron la propuesta de la religiosa responden a una manera muy estrecha de definir las complejas implicancias socio-políticas de lo religioso. En otras palabras, la reivindicación de una visión laicista que hace una distinción tajante entre lo público/social/político y lo religioso, refleja –en mi opinión- una cosmovisión moderna y occidentalizada de este último, donde se trata de subsumir la fe, las creencias y las construcciones institucionales eclesiales al ámbito de lo subjetivo o individual. Si se evidencia algún tipo de influencia en un campo más amplio, se lo hace desde una comprensión tangencial o contingente. Más aún, parece ser que la única posible manera de leer la vinculación entre lo religioso y el Estado (y las implicancias sociales que ello posee) se inscribe sólo dentro de las discusiones en torno a la separación entre la iglesia institucional (cristiana) y el Estado moderno. De aquí algunos interrogantes: ¿es éste el único marco para visualizar dicha vinculación? ¿Debemos circunscribir la influencia pública de lo religioso sólo desde el lugar de la iglesia-institución (lo cual, en este caso, reduciría el tema a la iglesia/religión cristiana)?
Sin apelar a un reduccionismo que diluya la complejidad del tema, estos fenómenos nos muestran que lo religioso no es solo un espacio ligado a las subjetividades o a un cúmulo de grupos aislados bajo algún rito, menos aún a sus estructuraciones institucionales. Refiere, más bien, a un universo sumamente heterogéneo compuesto de dinámicas simbólicas y prácticas que hacen raíz en las fibras más profundas de los procesos sociales, culturales y políticos de las sociedades. De aquí, su presencia determinante en aspectos centrales dentro de nuestras comunidades, en este caso, los procesos políticos. De aquí vemos cómo los discursos teológicos resignifican narrativas y nociones políticas (desde los creyentes individuales hasta las comunidades eclesiales), o cómo las instituciones religiosas actúan de espacios de convivencia y construcción de lazos frente a las crisis que sufren los tejidos sociales desde los avatares socio-económicos de un contexto.
Resumiendo, al verlo desde esta mirada, podemos afirmar que lo religioso es un elemento constitutivo de lo social, más aún en la historia latinoamericana. Y es por ello, entonces, que lo religioso es un asunto público, pero desde un lugar muy distinto al de los tiempos medievales donde los poderes institucionales se entremezclaban funcional y peligrosamente, cuestión que la Ilustración combatió fervientemente. La relación Estados/Sociedades-Religiones/Creencias es muy distinta a la tradicional visión Iglesia-Estado, que apela a la existencia de mediaciones institucionales, prácticas, simbólicas y financieras mucho más estrechas, y que también reflejan construcciones homogéneas y monopólicas del poder y de las matrices sociales, por ende desde instancias excluyentes de todo lo diverso y alterno. La contemporánea pluralización de lo religioso, surgida –paradójicamente- desde los procesos modernos de secularización (término que, como la historia nos ha mostrado, no implica un decaimiento de lo religioso sino su reposicionamiento social), conlleva evidenciar el profundo lugar que este campo posee en lo público desde una matriz diversa, dinámica e incluyente.
Por todo esto, el diálogo interreligioso y la promoción del pluralismo debe ser un elemento presente dentro de propuestas de políticas públicas y culturales, abriendo instancias de encuentro, organizando eventos que den a conocer las diversas expresiones existentes en un territorio, ubicando lo religioso como un tema importante (y no estigmatizante) dentro de instancias educativas, entre otros elementos que podríamos mencionar. Esto posee diversas implicancias. Por un lado, el evidenciar las caracterizaciones socio-culturales de esta pluralidad ayuda a la deconstrucción y cuestionamiento de los monopolios religiosos, tanto en el campo de lo institucional como simbólico, y su funcionalidad a los monopolios políticos e ideológicos. Por otro lado, abre espacios para la atención y promoción de un elemento, como dijimos, constitutivo de las interacciones sociales. Más aún, promover el lugar del pluralismo de lo religioso y de las creencias tiene una vinculación directa con la construcción de un espacio democrático, donde todas las voces y universos de sentido son incluidos y proyectados para dinamizar los procesos sociales desde la rica heterogeneidad que compone nuestros contextos.
GEMRIP
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