“De alguna manera supe ayer que mucho de lo que defiendo
y que otros creen quimérico, está ahí en un horizonte de tiempo futuro,
y que otros ojos lo verán también un día”.
(Julio Cortázar – Papeles Inesperados)
“Es necesario aprender a navegar en un océano
de incertidumbres a través de archipiélagos de certeza”
(Edgar Morin – Los 7 saberes necesarios para la educación del futuro)
¿Quién está enfermo? Todos
Todavía recuerdo de forma muy viva la primera vez que escuché hablar al pensador esloveno Slavoj Žižek. Era mayo del año 2001 y, en el marco de la Feria del Libro de Buenos Aires, presentaba algunas ideas que siempre me resultaron impracticables hasta ahora. Él decía que el sistema capitalista no era invulnerable, pero que para ello era necesario entrar en un plano de no-hacer. Lo que mantenía con vida la explotación del hombre por el hombre, según su mirada, era la voracidad de la misma acción humana. Nuestro ritmo de “permanente hacer” es lo que sostiene la maquinaria. Y esto, decía, solamente podía ser contrarrestado con quietud.
Estos días de aislamiento voluntario u obligatorio (dependiendo de las geografías y las circunstancias individuales), me hicieron recordar estas palabras y estos postulados. No sé adónde nos conducirán estos días de confinamiento, ni qué impacto tendrá en todas las personas que conviven en nuestros países… lo que sí es seguro, es que nada debiera ser igual a como era antes.
Como plantea Eric Rolf (2003), las causas de las enfermedades individuales “vienen siempre desde dentro del individuo, y la enfermedad y la dolencia son sus efectos… sin embargo, la mayoría de los modelos de medicina se basan en la enfermedad como resultado de una causa externa” (p. 20). Si, por lo tanto, la enfermedad individual puede ser comprendida como algo que el sujeto necesita revisar de su forma de ser y habitar en el mundo… ¿qué podríamos decir de una pandemia; es decir, de una enfermedad que afecta al ser humano como especie en el planeta?
Cuando Edgar Morin desarrollaba su Introducción al Pensamiento Complejo (1990), expresaba que el orden y el desorden cooperan en el universo. El segundo principio de la Termodinámica indica que el universo tiende a la entropía general; pero simultáneamente, en ese mismo universo “las cosas se organizaban, se complejizaban y se desarrollaban” (p. 91). Esta situación de desconcierto y caos generada por la pandemia y sus consecuencias más urgentes y visibles, situación que se presenta casi apocalíptica, no es más que una forma de asumir que cuando todo parece tender a la destrucción lo que ocurre, en el fondo, es el nacimiento de un nuevo ordenamiento. El desafío, por lo tanto, radica en el hecho de estar lo suficientemente atentos como para no “dejarlo pasar”.
¿Cómo será ese nuevo orden? Claramente nadie lo sabe… pero como seres humanos tenemos la tendencia a no dejarnos atravesar por la incertidumbre sino que buscamos aferrarnos a cuanta certeza encontremos, aún cuando estas certezas estén condenadas a desintegrarse en el corto, mediano o largo plazo.
Por ese motivo, un ejercicio que puede ser interesante en este tiempo es el de “vigilar” nuestros propios reflejos reactivos… nuestras acciones inconscientes que, en vez de lanzarnos hacia lo nuevo, nos aferran a lo conocido. Son como “tentaciones en el desierto” que, bajo su disfraz satisfactorio pueden correr el riesgo de evadirnos de lo trascendente que este tiempo puede despertar.
El nuevo orden del desierto
No es vana la imagen de “tentaciones en el desierto”. En primera medida, porque el primer registro histórico de “cuarentenas sanitarias” evoca, justamente, a los enfermos de lepra del pueblo hebreo en el pentateuco, cuando luego de liberarse de la esclavitud egipcia atraviesan el desierto en búsqueda de la tierra prometida.
El desierto es un lugar de visión y confianza infinita.
En el libro del profeta Oseas, la estancia en el desierto es considerada como el tiempo en el que el pueblo hebreo confiaba enteramente “en la sola gracia de Dios” (Os 2,16; 13,5ss). También en el libro del Apocalipsis, la mujer perseguida por el dragón huye al desierto, en el que Dios le asegura un sustento milagroso (Ap. 12,14).
Pero más allá de la tradición judeo cristiana, el desierto es una imagen muy rica en la literatura de diferentes culturas. El Islam retoma este simbolismo, al igual que muchas corrientes hinduistas.
Si recuperamos las diferentes tradiciones o relatos, el punto en común que les reúne pareciera ser el hecho de que el desierto es un lugar de “revelación”. En el desierto los pueblos y las culturas se encuentran con sus deidades y verdades más profundas. En el desierto encuentran los rumbos a seguir… allí descubren sus llamados más desafiantes.
Si atravesamos esta “cuarentena”, es decir, si nos animamos a cruzar este “desierto”, quizás podamos encontrar allí las revelaciones necesarias para estar a la altura de las transformaciones que estos nuevos tiempos requieren.
Pero, como se mencionaba párrafos atrás, todo desierto tiene sus tentaciones. Y la historia más famosa de las tentaciones en el desierto nos habla, al menos, de tres variantes.
La primera de estas variantes es la tentación de la necesidad. El evangelio de Mateo dice que “Jesús, movido por el Espíritu, se retiró al desierto para ser tentado por el Diablo. Hizo un ayuno de cuarenta días con sus noches y al final sintió hambre. Se acercó el Tentador y le dijo: ´si eres Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en pan´” (Mt. 4, 1-3).
Seguramente la situación de encierro nos ubique en un plano de necesidad (tan humana como el hambre, después de un ayuno de 40 días). El famoso filósofo Kierkegaard (1984), en un libro que azarosamente se llama “La enfermedad mortal”, hacía referencia a la síntesis humana entre la necesidad y la posibilidad. Es necesario que, como seres humanos, encontremos el equilibrio entre ambos polos.
Una necesidad que nunca logra colmarse termina desembocando en la insatisfacción y la impotencia. Sin embargo, una posibilidad que no reconoce de necesidades, enajena a las personas del sentido de la realidad y convierte a la vida en un espejismo.
Los tiempos que transitamos hasta finales del 2019 nos acostumbraron a prescindir de nuestras necesidades encontrando rápidamente respuestas efectivas para todo. Desde lo gastronómico hasta lo comunicacional… desde lo laboral hasta lo afectivo. Vivimos en una sociedad que nos enseñó a “abastecernos” siempre de lo que necesitamos, justo en el momento en el que creemos que lo necesitamos. También, como contrapartida, exacerbaron nuestro nivel de necesidades llegando a límites que nuestros antepasados jamás lo hubieran sospechado.
Sin embargo, esta estadía en el desierto nos invita a hundirnos en la postergación de aquello que, por difícil que nos parezca, puede ser postergable. Hay comidas que no podré probar por un tiempo… hay papeles que no entregaré en fecha… hay personas a las que no vemos hace días, y pasarán algunos días más sin verlas.
Estas postergaciones no son vacías ni nos conducen a la impotencia. Son postergaciones que tienen sentido en la medida en que podamos trascender nuestra individualidad y comprender que, como humanidad, necesitamos convivir de un modo más armonioso e inclusivo.
La segunda de estas tentaciones es la de la inmortalidad. Dice en el relato que el Diablo llevó a Jesús a la ciudad Santa y lo colocó en la parte más alta del templo… estando allí le dijo: “si eres Hijo de Dios, tírate abajo, pues está escrito ´ha dado órdenes a sus ángeles sobre ti; te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece en la piedra” (Mt. 4,6).
No es la intención de este texto discutir sobre los aspectos sanitarios de la pandemia. Lo que sí resulta necesario es preguntarnos respecto de qué es lo que motiva a muchos de nuestros semejantes a subestimar y desconocer cualquier mensaje o advertencia que se hace al respecto.
Incluso con muy buenas intenciones de colaborar y contribuir con el bienestar de otras personas, generamos mecanismos que lo único que hacen es acentuar el daño. Como dice la carta a los Romanos, “deseando hacer el bien, hago el mal que no quiero” (Rom. 7, 21).
Y aquí nuevamente resuenan las palabras de Žižek con su extraña invitación a “no-hacer”, para que verdaderamente podamos implicarnos en una corriente transformadora. Soren Kierkegaard (1984), además de su síntesis entre necesidad y posibilidad, plantea también una síntesis entre lo finito y lo infinito.
Si el ser humano no se comprende como infinito, se banaliza. Simplemente piensa en la riqueza inmediata, en los placeres mundanos, en el honor efímero. En la medida en que no contempla su finitud, se expone y se llena de soberbia.
El tiempo de desierto nos propone el desafío de no ir más allá de nuestra humanidad. No precipitarnos en decisiones o acciones como “si no hubiera un mañana”, ni pretender actuar a largo plazo, dando por hecho que el mañana está asegurado para todos y cada uno de nosotros, independientemente de lo que hagamos y cómo lo hagamos.
Finalmente, una tercera tentación está marcada por el poder. Dice el relato que “de nuevo se lo llevó el Diablo a una montaña altísima y le mostró todos los reinos del mundo en su esplendor, y le dijo: ´todo esto te daré si te postras para adorarme´” (Mt. 4, 8-9).
El filósofo coreano Byung-Chul Han (2016) define la categoría de “poder” desde dos modalidades sencillas y claras: el poder coactivo y el “poder libre”. Según él, “el poder como coerción consiste en imponer decisiones propias contra la voluntad del otro” (p. 8); mientras que el poder libre implica la posibilidad de que las decisiones tomadas logren “conquistar” la subjetividad ajena.
Resulta muy claro que el control y la seducción son los dos mecanismos que utiliza el poder para ser ejercidos. Sin embargo, cabe preguntarse por el valor que tiene el control en escenarios de des-control. Nos da miedo lo incontrolable y por ese motivo, en ocasiones, sobreabundamos en formas de mantener todo bajo nuestro estricto control. Nos empeñamos en actuar “como si nada pasara” o “como si todo siguiera normalmente”; cuando en el fondo todos somos conscientes de que nada sigue igual, y que son muchos los motivos para que nuestra vida no siga “como si nada”.
Estamos, como decía Edgar Morin (2007), navegando “en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certezas”. La incertidumbre siempre fue parte de la humanidad, pero en este contexto particular se hace más que evidente que no es posible controlar todo lo que ocurre… una práctica gastronómica extravagante en el lejano oriente hace que Europa y América Latina, varios meses después, tengan a sus ciudadanos recluidos y buscando los mecanismos necesarios para abastecerse. ¿Existe, acaso, un ejemplo más claro del efecto mariposa o algún mecanismo que ponga más en evidencia la complejidad del mundo en el que vivimos?
Las variables son demasiadas, y lo que podemos hacer para acompañar adecuadamente este tiempo no es ofrecer mecanismos de control… ¡necesitamos algo diferente! ¿Pero qué?
Nietzsche (2005), plantea en sus correspondencias un “antídoto” contra el poder controlador. En su carta a Erwin Rohde, él dice “la fruta cae del árbol sin necesidad de un golpe de viento (…) con toda calma cae y fecunda. Nada ansía para sí y lo da todo de sí” (p. 184). Él denomina como “amabilidad” a esta alternativa de acción. La amabilidad, como la define, es la virtud de hacer algo que sea digno de ser amado por sí mismo… algo que inspira o merece amor.
Quizás no sea este el tiempo de “controlar” lo que otros hacen, ni de dar grandes indicaciones. Quizás sea el tiempo de esperar que broten gestos de amabilidad infinita que habiliten nuevas modalidades de interacción en nuestra sociedad.
Invitados a hacernos pequeños
Estamos, como se decía, en tiempos en los que necesitamos rever nuestro modo de actuar. La crisis desatada en el marco de la pandemia es una oportunidad que no podemos desaprovechar, especialmente, si soñamos con otras formas de vida… con otros mundos posibles.
Tal vez suene extraño ver oportunidades en medio del caos y del sufrimiento de muchos. Posiblemente lo sea… pero lo cierto es que el mundo no era, hasta diciembre del 2019, un lugar “maravilloso”. Quienes sufrirán más profundamente las secuelas de esta crisis serán, justamente, aquellos que sufren las consecuencias de una forma de vida tremendamente injusta, cuya base y sustento radica en que no todos puedan acceder a lo mismo del mismo modo. Esto no podía seguir siendo así; y no puede ser que atravesemos este tiempo haciendo nuestros mayores esfuerzos para regresar exactamente al mismo punto de partida.
Es menos irracional pensar en otras formas de organización social, que pensar en que gracias a una enfermedad masiva el planeta ha tenido su mayor respiro ambiental en más de 25 años; y que quizás sean las consecuencias de esta pandemia, con su reducción de gases a la atmósfera, las que garanticen algunos años más de vida para toda la humanidad (o al menos estiren la posibilidad de hacer mejores intentos).
Tenemos en nuestras manos la oportunidad de vivir de un modo más genuinamente humano, pero tenemos que darnos la posibilidad de explorarlo sin distracciones ni temores, desaprendiendo lo que asumimos como realidad, y abriéndonos a nuevas formas de organizarnos.
Quizás tengamos que volver a mirarnos a los ojos… volver a mirar por la ventana… leer, escribir, dormir más horas, jugar más juegos, escuchar más canciones y más silencios. Quizás tengamos que aprender a vivir de nuevo, como si recién estuviéramos naciendo.
Quizás estos días de “cuarentena” nos permitan mirar los detalles pequeños y sencillos que olvidamos en medio de nuestras agendas cargadas de grandes tareas. Y quizás, entonces, las palabras del Maestro resuenen en nosotros, cuando nos desafíe diciéndonos que “si no se convierten y se hacen como los niños, no entrarán en el reino de los cielos” (Mt. 18,3).
Mauricio Fuentes
mauriciof1982@gmail.com
Referencias
• Han, B. (2016) Sobre el poder. Madrid, Herder.
• Kierkegaard, S. (1984) La enfermedad mortal. Madrid, Sarpe.
• Morin, E. (1990) Introducción al pensamiento complejo. Barcelona, Gedisa.
• Morin, E. (2007). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Buenos
Aires, Nueva Visión.
• Nietzsche, F. (2005) Correspondencia I. Madrid, Trotta.
• Rolf, E. (2003) La medicina del alma.
• Schökel, L. (2011) La Biblia de nuestro pueblo. Buenos Aires, Agape.
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