Cuando oyó que chirriaba la porterita supo que eran ellas. Era la segunda vez que llegaban a su casa, pero el sonido era el mismo. Más de ochenta años y la vista nublada le habían dado la habilidad de reconocer a las personas por el ruido que hacían al abrir la porterita. Era casi la única manera que tenía de adivinar la llegada del cartero, de la vecina y de cada uno de sus hijos. Cuando Martín entraba el sonido era un silbido lento, como de disculpas; Jairo hacía que la vieja portera se quejara de sopetón y golpeara con su madera roída contra el contador de agua; Martita hacía un ruido nervioso con el pasador, como intentando abrir sin éxito. Y cuando el chirrido sonaba a desconocido, el viejo entreabría la puerta para que saliera Luz Mala y olfateara a los recién llegados. Si contaban con su aprobación de sabueso, el viejo abría la puerta de su casa, de su mundo, de sus oídos.
-¿Es mala la perra? –preguntó temerosa la señora mientras su compañera se medioarremangaba la pollera.
-¡Qué va a ser mala la bicha! –contestó su dueño- Si por eso le puse Luz Mala, porque de lejitos asusta, pero si uno se acerca, enseguida nota que es un montón de güeso y pedo…
Las mujeres sonrieron a medias y tomaron asiento. Abrieron en la página diecisiete el librillo que siempre traían consigo y empezaron a leer con parsimonia el texto indicado bajo el título “conversión a Cristo”. El hombre oyó cada palabra con la vista perdida entre sus propias nubes, respetando cada tilde y cada silencio, como si lo que escuchaba fuese una orquesta sinfónica ejecutando La Cabalgata de las Valquirias. En efecto, las dos valquirias hablaban y hablaban, y el veterano no podía meter bocado, y lo que para él era una conversación anhelada se había convertido otra vez en una lección de fe. De repente, el sonido de una página que se movía lo impulsó a introducir un comentario:
-Bueno, ahora que ustedes pudieron hablar, quería decirles que la próxima vez que vengan me toca a mí. Tengo mucho para contarles…
Y el hombre empezó a hablar. Que aprendió a leer con una Biblia porque era el único libro que tenían sus padres. Que llegó hasta tercer grado en una escuela rural. Que el resto de su educación la recibió en una pequeña iglesia a dos leguas de su casa. Que descubrió el valor de su fe en cada mañana de sol, en el movimiento del trigo peinado por el viento, en la imagen de su casa dibujándose en el horizonte. Que todas esas imágenes habían quedado grabadas en su mente cuando empezó a evaporarse su vista, y que cuando los doctores no tuvieron más para hacer, su fe lo llevó a recolectar otras memorias. Y su espiritualidad creció con el calor del sol bañando sus manos, con el ruido del beso de su hija, con la suavidad de la última frazada que su compañera tejió antes de partir.
Las mujeres apretaron los labios y cerraron su libro. Dieron gracias por el tiempo dedicado y prometieron un pronto encuentro, para que él les pudiera contar más. Y se despidieron.
Semanas después, el viejo y Luz Mala se levantaron bien temprano. Él aprontó el mate y escupió en la tierra el primer sorbo. Pegando la vueltita por el porche de la casa, se dio de bruces contra un sujeto alto, que llegó a sujetarlo por un brazo antes de que cayera al suelo. Inmediatamente reconoció la mano de su hijo mayor.
-Pero Jairo… ¿Cómo entraste si no te escuché…?
La mano del hijo tenía un olor pastoso, un poco nauseabundo. El viejo entrecerró los ojos, olfateó y chasqueó la lengua:
-Pero si serás zapallo Jairo… ¡Me engrasaste la portera! ¿Ahora cómo voy a darme cuenta cuando me vengan a evangelizar…?
Javier Pioli
Fuente: Pagina Valdense noviembre/2014
Ilustración: Leticia Cabrera
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