Margarita Gonnet, para Brecha.

Con Alicia Casas, psiquiatra y sexóloga.

En diciembre de 2021, el cardenal Daniel Sturla, mientras se desarrollaba parte del juicio oral en contra del religioso imputado, anunció que se venía llevando adelante un curso obligatorio de prevención de abusos sexuales dirigido, en principio, a sacerdotes y directivos de instituciones católicas.

Sin embargo, hace más de 25 años la Oficina Católica Internacional del Niño (BICE, por su sigla en francés) y la organización civil ecuménica Juventud para Cristo, de la que forma parte la doctora Casas y que funciona desde 1972, trabajan en Clave, un programa enfocado en la prevención del abuso sexual y espiritual en 16 países de América Latina.

—¿Ha tenido contacto con los casos de abuso en Minas o con algún otro en el ámbito eclesiástico?

—No con los de Minas, pero sí con casos de abuso en el ámbito eclesiástico, en distintas Iglesias. Yo participo en Juventud para Cristo, que reúne a diversas colectividades cristianas (católicas, pentecostales, valdenses, metodistas, menonitas, anglicanas, entre otras) y trabajo con la violencia hacia las infancias. En 1995 creamos el programa Claves, orientado a la prevención de la violencia sexual y a la promoción del buen trato hacia la infancia, junto con BICE y personas fuera del ámbito de la Iglesia. Desarrollamos distintas propuestas y programas comunitarios para trabajar esta problemática.

—¿Cuándo surgieron las primeras consultas por situaciones de abuso?

—Desde el inicio.

—¿Desde hace 25 años?

—Sí. Continuamente. Siguen ocurriendo. Si bien en Juventud para Cristo veníamos trabajando en educación sexual con niñas y adolescentes, no estábamos enfocados en abuso sexual. En 1995, en uno de los centros juveniles donde trabajábamos apareció una chica que nos relató su situación de explotación sexual, en la que su familia, la comisaría del barrio y varias mafias locales estaban involucradas. Para todos fue un shock. Lo primero fue proteger a la gurisa, que no podía volver a su casa. No estaba vinculada a ninguna Iglesia, la conocíamos porque participaba del centro juvenil. Su caso abrió la brecha para profundizar en los abusos sexuales. Comenzamos a formarnos y capacitarnos en la prevención de abusos para evitar el daño. Desarrollamos una serie de programas de prevención con base en propuestas didácticas y dinámicas de juegos. Uno de los programas, Jugando nos Fortalecemos, se difundió en toda América Latina. Acercó programas de prevención de violencia sexual para niños, niñas y adolescentes a distintas iglesias, a través de talleres con educadores capacitados. También se acercaron víctimas de abusos o personas que conocían casos ajenos a las Iglesias.

—¿Tienen cifras que muestren cómo han evolucionado los abusos desde entonces?

—No. Nosotros no nos dedicamos a la atención de víctimas. Hay otras instituciones que trabajan directamente en esto, pero sí nos llegan situaciones de distinto tipo. Cuando capacitamos, convocamos a diferentes Iglesias, algunas participan y otras no. Generalmente la gente piensa: «Esto es algo que no nos ocurre, es algo que no nos atañe, esto acá no pasa». Pero cuando descubren un caso, la mayoría nos dice: «Queremos capacitarnos para enfrentar esto». Y, cuando pensamos y revisamos los distintos estudios estadísticamente, vemos que en todos los grupos religiosos existe la posibilidad de casos de abuso sexual.

—¿Que en las Iglesias evangélicas no rija la norma del celibato no ayuda a evitar los abusos?

—En todas las Iglesias ha habido casos. Es un error pensar que el abuso es debido al celibato. El celibato no tiene nada que ver con los abusos sexuales. Ese es un error muy común: pensar que el celibato es el origen del abuso sexual. Hay muchos factores más. Desde cuestiones estructurales hasta cuestiones de creencias: cómo se interpreta a la autoridad, el poder, el lugar de los niños, el lugar de la mujer, el perdón, el arrepentimiento. Cuanto más cerradas, más autoritarias las comunidades y más posibilidades de abuso de distinto tipo. Cada vez hay más conciencia en las Iglesias y hay mucha gente que busca prevenir, apoyar a las víctimas y crear ambientes seguros. Han ido surgiendo distintos protocolos de propuestas de protección infantil en distintas iglesias. Hace un tiempo generamos un conjunto de políticas de protección que pueden aplicarse en cualquier iglesia. El Ejército de Salvación tiene políticas de protección infantil. Muchas organizaciones religiosas ya tienen políticas de protección infantil que abarcan a la selección de personal y su funcionamiento.

—¿Qué se hace cuando se encuentra un caso de abuso en una iglesia, entendiendo que cada institución tiene sus mecanismos internos? Desde Boston, Estados Unidos, pasando por Francia, España y Alemania, recientemente, la Iglesia católica tiende a trasladar a los agresores.

—No todos tienen protocolos. Y hay cosas que se han hecho muy mal y hay cosas que se han hecho mejor. Lo primero que hay que hacer es salir en defensa del niño. Los traslados también se han empleado en otras Iglesias. En las Iglesias protestantes no existe el derecho canónico, solo existe el derecho civil. Se rigen por los criterios del derecho civil. Trabajo en 16 países de América Latina, conozco muchas iglesias, a las que brindo capacitaciones, y tengo mucha experiencia sobre lo que les suele pasar a las víctimas de abusos sexuales. Muchas veces no se les cree y, cuando ya no se las puede ignorar más, se las culpa. Y sucede lo que sucede en la Iglesia católica: los agresores son trasladados y las víctimas y su familia terminan siendo «expulsados» de la comunidad, en lugar de ser acogidos y expuestos ante el mundo adulto.

—Similar a lo que ocurrió en el caso del vicario de Minas, en el que la madre de las niñas tomó partido por el agresor.

—Sí, justamente. Vos tenés al agresor, tenés a la víctima y tenés todo el contexto del grupo. Los mismos procesos ocurren dentro y fuera de las iglesias: la negación, la rabia, la ira, buscar un culpable, todo el proceso de duelo. Se pierde a veces la perspectiva de que hay que cuidar a esos niños, niñas y adolescentes y proteger sus testimonios. Lo primero que necesitan es que se les crea: creer, apoyar y proteger para ver los pasos a seguir. Si mostramos descreimiento, manifestamos caras de asco o rechazo, el niño se retrae y piensa que ese asco y ese rechazo son generados por él. Debemos brindarle confianza y afecto para crear un espacio seguro donde se pueda expresar. Un abuso que ocurre dentro de la iglesia, además, configura un abuso espiritual.

—¿Podría definir este concepto?

—El abuso espiritual es el abuso de la situación de poder en el contexto de una práctica o creencia religiosa sobre un adulto, un niño, niña o adolescente. La utilización de ese encuentro desde la autoridad ocurre cuando la figura religiosa abusa de ese lugar de poder para satisfacer sus deseos. Dentro del abuso espiritual hay tres grandes círculos que se interceptan. Primero, el abuso de poder para controlar la experiencia religiosa, luego, el abuso de poder para controlar la vida de niños, niñas y adolescentes en todos los ámbitos, no solo en los aspectos religiosos. Y la tercera dimensión es cuando la creencia espiritual se utiliza para justificar cualquier tipo de abuso y maltrato (castigos físicos, abuso sexual, hacerse portavoz de Dios para justificarlos). Las creencias religiosas se utilizan para abusar, manipular, controlar y culpar a las víctimas.

—¿Actualmente existen filtros para identificar el perfil de quien se integra a trabajar en una comunidad eclesiástica?

—Existen, pero no son suficientes. Como psiquiatra te digo que no hay examen psiquiátrico que garantice que una persona no vaya a abusar de un niño o una niña; no existe un examen por la negativa. Hay gente que lo hace, pero no es correcto técnicamente.

—Durante el juicio al vicario de Minas surgió una pericia que señaló que fue consciente de sus actos y se constató que es alcohólico.

—Lo que dice ese examen es que es imputable. Conoce la diferencia entre el bien y el mal, y debe ser responsabilizado por sus actos. Forma parte del 99 por ciento de los casos. La gran mayoría de los agresores no tiene un perfil psiquiátrico identificable. Son personas que eligen hacer lo que hacen, pero podrían haber elegido no hacerlo. Por eso deben ser responsabilizados. Saben que lo que están haciendo no es correcto. Actúan de acuerdo a su propio sistema de valores y se comportan con normalidad a nivel social. Unos pocos son antisociales. En contrapartida, muchos son encantadores y, por eso, los más peligrosos. El abuso es algo muy buscado y muy planificado. El grupo de personas que agrede sexualmente y sus motivaciones pueden ser muy diferentes. Pero siempre hay una motivación, luego la justificación (lo hago porque estoy alcoholizado o alcoholizada) y luego la búsqueda del contacto con las víctimas. Hoy sabemos que el alcohol libera de inhibiciones, pero no provoca el abuso.

Fuente: Brecha, 8 de enero 2022