Por Dahiana Barrales* y Gonzalo Figueiro**

 

Ya tocando la puerta del tercer mes del aislamiento social recomendado por el gobierno nacional, quienes nos consideramos pertenecer a ese estrato socioeconómico un tanto nebuloso conocido como “clase media” empezamos a constatar, al salir tímidamente de nuestras madrigueras, que el aislamiento es dolorosamente relativo. Un importante sector de la población asalariada no ha podido plegarse a las virtudes del teletrabajo, y siguen saliendo a la calle a hacer transporte de cosas y de gente, delivery y atención al público en cajas y mostradores. Además, la presión empresarial sobre el gobierno es evidente, en la medida que se pretende a un retorno lo más rápido posible a la “nueva normalidad”.

Por otra parte, una simple y tímida salida al “mundo exterior” revela que otro tanto de la población no toma las precauciones más básicas, ya sea por falta de medios o falta de voluntad. Un sábado a la noche, a la salida de un autoservice, un puñado de adolescentes comparte una caja de vino. Otro sábado pero al mediodía, decenas de personas hacen apretada fila frente a una de las tantas iniciativas solidarias para quienes fueron económicamente golpeados por la crisis sanitaria. Sólo las personas más ancianas—con suerte—llevan barbijo, y por lo general mal colocado. Las medidas de aislamiento son en resumen algo que cumplen unos pocos.

De todas formas nos queremos detener aquí en una contradicción fundamental en aquel sector de la población que, concurriendo o no a sus lugares habituales de trabajo, ha optado por respetar el aislamiento social evitando visitar parientes, amigos y amantes, recurriendo a las videoconferencias recreativas y al sexo virtual. En quienes han (hemos) renunciado a lo que les es más querido y llenan (llenamos) las redes con recuerdos de cumpleaños y reuniones que parecen de tiempos preapocalípticos pero son de 2019. Y quienes deploran (deploramos) las aglomeraciones en las ferias, y a los vecinos que salen más de lo que deberían, y a la gente en mayor o menor medida indisciplinada.

Estas renuncias, ¿son sólo por obediencia civil? ¿O hay algo más a su base? Porque son renuncias y son sacrificios. Son ayunos. Ayunos de contacto, ya de un abrazo, ya de un mate compartido, ya de piel en un sentido más profundo. Y si hablamos de ayunos y cuarentenas, bien podemos pensar en cuaresmas, es decir, en el tiempo de penitencia posterior al Carnaval en que los cristianos se preparan para la Pascua. Nuestras cuaresmas de pandemia serían de catorce días y no cuarenta, pero serían cuaresmas al fin. Cuaresmas que nos cayeron sin aviso previo que nos diera tiempo a tener un carnaval. Pasamos sin escalas del viernes de ceniza del 13 de marzo a las renuncias. Y ahora esperamos una pascua por decreto, que nos permita salir a festejar con júbilo y abrazos a las calles. Es claro, en vista de lo dicho por el gobierno en las sucesivas cadenas nacionales disfrazadas de conferencias de prensa, que esto no va a suceder.

Nuestra referencia a la cuaresma y a la pascua no son casuales. Creemos que a la raíz de esta disposición a la renuncia no hay sólo sentido del deber ciudadano, sino fe cristiana (o judeocristiana) en un sentido profundo y nuclear. Y es aquí donde corresponde preguntarnos qué tanto—a pesar de ser un país que sin entender mucho sobre qué es la laicidad (o las laicidades) y confundiéndola con ateísmo, se jacta de la misma—hemos incorporado a nuestros imaginarios y ritualidades cotidianas las creencias del cristianismo llamado “primitivo” y que el catolicismo reproduce, tales como las ideas de sacrificio, de culpa y penitencia.

Para la fe cristiana, el sacrificio es entendido en términos de amor; el amor que, según el Nuevo Testamento, motivó a Jesús a entregarse a sus perseguidores y sacrificarse en la cruz por los hombres—y las mujeres. Pero es también un amor del Antiguo Testamento, el amor que sentía Abraham por su hijo, al que igualmente tuvo que sacrificar por el bien común.

Claramente no estamos diciendo que ante la disyuntiva de si quedarse en casa o salir a pasear, si festejar un cumpleaños por zoom o celebrarlo en una reunión familiar, nos estemos preguntando qué haría un “buen cristiano”. Estamos afirmando, más bien, que estas creencias cristianas están inmersas en nuestras intimidades y también, por qué no, en el espacio público—contra los pronósticos de la modernidad que argumentaban que las creencias religiosas iban a restringirse al espacio privado. Tales creencias trascienden lo privado y lo íntimo cuando vemos que acceden al espacio público en un intento de reforzamiento del sacrificio, o mejor dicho, en el señalamiento de aquellas personas que no se sacrifican por el bien común.

Otra pregunta que nos surge es, ¿en que se basa este sacrificio? Una respuesta arriesgada puede ser que se basa en un mito. Y no entendemos el mito como una mentira o como un cuento, sino como una construcción que hace una sociedad en particular—en este caso, casi todo el planeta—para explicar y ordenar su propio funcionamiento.

El mito en cuestión es una ecuación: cuanto más sacrificio, más favor divino. Traducido a este contexto de pandemia, sería: cuanto menos contacto con nuestros seres queridos, más pronto vamos a “vencer al enemigo invisible”. Podemos ver que el mito implica y dota de sentido una práctica, que se convierte en ritualidad: la ritualidad de quedarnos en casa, la de salir lo justo y necesario, como se expresa en la liturgia cristiana. Este mito no se basa ni tiene relación con las polémicas sobre si el coronavirus es una invención de laboratorio o es natural, ni toma en cuenta la veracidad o no de los datos y las proyecciones que se transmiten en los informativos sobre el desarrollo de la pandemia.

Las críticas y comentarios a propósito de la continuación (en algunos casos) y el retorno (en otros) a la actividad económica formal han hecho énfasis en el mercado y el capital, destacando la indignante contradicción entre que te permitan (u ordenen) trabajar pero que no te permitan reunirte con amigos y familia. Sin embargo hemos visto pocas referencias a cómo, aun a regañadientes, hemos aceptado y cumplido—en la medida de nuestras posibilidades—con esta contradicción. Es nuestro parecer que a la raíz de este cumplimiento está esa aceptación del mito-ecuación del sacrificio que, aun siendo universal, se encuentra en lo más profundo de nuestra crianza occidental y judeocristiana. Estamos descubriendo muchas cosas sobre nosotros (en lo individual y lo colectivo) en este período de cuaresma/cuarentena, y una de ellas quizá sea la confirmación de la sospecha de que no somos, nunca fuimos, tan ateos.

 
 

* Dahiana Barrales es Antropóloga Social y maestranda en Historia y Memoria (UNLP).

** Gonzalo Figueiro es Antropólogo y docente del Departamento de Antropología Biológica (FHCE-Udelar).