Por Camila Zignago
5 febrero, 2021
Fuente: brecha.com.uy

Minorías, inclusión y libertad son parte primordial de la identidad valdense, según la entrevistada, que habla de pensar y pensarse: en el ambiente, los modelos económicos, la diversidad y el género.

Al contrario de la clásica estructura piramidal, la Iglesia Evangélica Valdense del Río de la Plata busca una «horizontalidad de organización institucional». No hay obispos ni obispas, ni presidentes ni presidentas. Se le llama estructura sinodal: una asamblea anual abarca todas las iglesias y quienes asisten son «delegados o diputados» escogidos en la asamblea local de cada iglesia. Allí se toman las resoluciones para Argentina y Uruguay. Y allí es donde se ha decidido, desde hace cinco períodos anuales, que Carola Tron sea moderadora. Aunque no hay una jerarquía estricta, es el rol de mayor responsabilidad, encargado de coordinar el grupo de las cinco personas elegidas para llevar adelante las políticas institucionales hasta la asamblea general siguiente. Según sus estatutos, la moderación se puede renovar siete veces como máximo.

Tron acompaña las iglesias valdenses de la zona de Colonia del Sacramento, pero, por su rol de moderadora, está medio tiempo con las comunidades y medio tiempo con trabajo administrativo. Antes de llegar a Colonia, fue pastora en Dolores durante 15 años. El reglamento también dice que ese es el mayor tiempo que se puede estar en un sitio. La itinerancia característica para los pastores cruza el río Uruguay: Tron es argentina. Junto con su esposo, también pastor, estuvieron antes en Buenos Aires y La Pampa. Como se exige para ser pastora de la Iglesia valdense, es, además, teóloga.

En Uruguay, las iglesias valdenses están en Rocha, Montevideo, Colonia, Soriano, Río Negro y Paysandú. Pero, en comparación con otras iglesias evangélicas, «son comunidades muy pequeñas y, en general, no crecen demasiado». Sin embargo, Tron dice: «Si el horizonte es sólo convocar personas o buscar cuestiones que las enganchen para estar, este no tiene un valor en sí mismo».

—El papa Francisco les pidió perdón: «Por las actitudes y los comportamientos no cristianos e incluso inhumanos que, a lo largo de la historia, hemos tenido contra vosotros». ¿Creés que la persecución de la Inquisición ha influido para que siga siendo una de las Iglesias más pequeñas?

—Creo que sí tiene que ver. Si bien es parte de la identidad y la historia, no es bueno que lo estemos predicando o fomentando. Pero tenemos que ponerle atención siempre y tratar de ser comunidades abiertas, inclusivas. El concepto de apertura se busca también a través de otros criterios, que, a nuestro modo de ver, son un poco más profundos y van un poco más allá del solo hecho de decir: «Quisiéramos ser muchos». Si el horizonte es sólo convocar personas o buscar cuestiones que las enganchen para estar, este no tiene un valor en sí mismo. Eso hace que el concepto de inclusión termine dejando afuera a otras personas. Mucha gente en situación de demasiada vulnerabilidad o necesidad está buscando participar, sumarse a alguna iglesia que, sobre todo, pueda ofrecer respuestas rápidas en momentos de mucha angustia. Como fenómeno social, lo vemos en Latinoamérica a través de los movimientos de las Iglesias de corte más neopentecostal, como, en Uruguay, Pare de Sufrir, que no entraría en nuestro concepto o teología de lo que es ser Iglesia. Ser parte de una comunidad, en la que hay que decidir sobre la vida institucional de manera más horizontal, requiere un montón de compromiso a largo plazo. De repente, estas otras comunidades se centran mucho más en la persona; de hecho, muchas Iglesias llevan el nombre del pastor.

—Desde su punto de vista teológico, el modelo de vida es el bíblico, lo que significaría un modelo comunitario. ¿Cómo sería ese modelo?

—Tiene que ver con el énfasis del compromiso con lo social. En toda la Biblia vemos un dios comunitario, un modelo que después sirve para pensar un modelo de Iglesia. Entonces, en cualquier texto bíblico que leamos vamos a encontrar una comunidad que le da también autoridad a ese texto, porque así ya no es alguien que expresó su experiencia personal e individual con Dios. Aunque también hay de esos textos en los salmos, pero siempre remiten a experiencias comunitarias. La fe no puede ser completa individualmente, aislada de una vida comunitaria, una iglesia o un movimiento.

—El trabajo social es uno de los pilares de su accionar. ¿Por qué? ¿Cómo lo llevan a cabo?

—Sin duda, tiene que ver con la identidad y la manera de expresar la fe. Históricamente ha sido a través de la acción. De alguna manera, esa acción tapó lo que se podría haber proclamado o dicho. Hablamos de la misión como una manera de unir, como una forma más integral de trabajar la cuestión social y el testimonio. Hacemos eso por un testimonio de fe del Evangelio, un llamado de Jesús a amar al prójimo, a buscar la equidad, la justicia. Cuando se van gestando estas cosas, fuertes pilares lo llevan adelante: grupos de personas que ponen ahí el alma y la vida. Hoy lo podemos ver en cosas más institucionalizadas: hogares para personas con discapacidad y otros para la tercera edad, trabajos sociales en algunos barrios, diaconías comunitarias en las iglesias locales. Para una institución chica, con una base de membresía muy pequeña, es posible realizar todo esto gracias a la solidaridad de otras personas e instituciones, convenios, trabajos en red y la ayuda de las iglesias valdenses en Italia.

—¿Todas las diaconías funcionan en convenio con el Estado? ¿Cómo es su relación?

—La relación con el Estado ha sido muy buena en los últimos años y los convenios se dan sobre todo en los centros más institucionalizados. Las diaconías más locales y pequeñas funcionan a otro nivel. La articulación puede ser con otros actores y actrices del medio local, instituciones o municipios. Pero, a nivel más amplio, ha habido convenios sobre todo con el INAU [Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay], en trabajos que tienen que ver con niños, niñas y adolescentes. También recibimos distintas ayudas y participamos en proyectos de algún ministerio para hacer acuerdos más específicos o puntuales, como la remodelación de alguno de los centros. Es parte de la organización de la Iglesia, en la cual hay una formación que damos por natural, pero no lo es. Tenemos la experiencia de gestionar, trabajar en asambleas, dialogar y estar atentos para ver qué se puede articular.

—Igualmente, mantienen la postura de la separación entre la Iglesia y el Estado.

—Claro, porque, justamente, es lo que da lugar a la reforma protestante. Una cosa es la separación entre la Iglesia y el Estado, y otra es articular en red buscando un beneficio que tiene que ver con lo social. Desde el punto de vista de la Iglesia, no hay una búsqueda de beneficio propio para la institución, sino que, por el contrario, se asume un compromiso, una responsabilidad. No interesa qué nos conviene, sino nuestra razón de ser como Iglesia y lo que nos motiva desde la fe: servir a otros. Pero los Estados –digo así porque también me refiero a Argentina– no siempre han podido dar una respuesta, y las Iglesias lo han estado haciendo desde antes, incluso, de que lo notaran como una necesidad. Y la Iglesia permanece. Van cambiando los gobiernos y las miradas políticas y sociales, pero estos proyectos van pasando por diferentes estadios de diálogo, de articulación en red.

—En la «Confesión de Accra», a la que adhieren desde 1995 junto con otras Iglesias protestantes, manifiestan que la preocupación por el medioambiente debe atravesar todas las dimensiones de su acción. ¿Cómo se involucran con esa lucha?

—Ha sido un tema de debate durante mucho tiempo en la Iglesia, mediante este mismo sistema de conversar y formarnos, pero también sintiendo que el sistema en el que vivimos no nos da absoluta libertad de opción. Mucha de nuestra membresía trabaja y vive en la zona rural. Por ende, es un tema complejo, que motiva o bien diferentes miradas o bien, en algunos, la sensación de que les gustaría trabajar la tierra de otra manera, sin determinados químicos o cosas que dañan. Pero no logran salir del sistema, que muchas veces predica una única manera de producir: ya hay un paquete armado de semillas, agroquímicos, fertilizantes y demás. Lo que hacemos es un llamado a animarnos a pensar, a cuestionarnos. Siempre podemos cambiar, revisar lo que hacemos, para adquirir nuevas prácticas que nos hagan sentir mejor. Son cosas que están sucediendo mal y de las que somos responsables y parte. Pero tampoco es tan fácil salirse de un sistema económico: todos consumimos cosas. La idea es intentar lo más posible. Algunos lo hacen más; otros, menos; otros se sienten más comprometidos desde la fe; para otros la fe es un soporte; para otros no es algo tan central en la vida y entonces viven con las contradicciones. Como nos sucede a todos: entre lo discursivo y lo que podemos llevar a la práctica a veces hay algunas fisuras.

—¿Han podido, de alguna forma, materializar lo discursivo?

—Tenemos un centro con otras Iglesias evangélicas del Uruguay. Se llama Emmanuel. Es de prácticas de ecología, para mostrar que sí es posible. Se trabaja con productores y productoras rurales acá, en la zona de Colonia Valdense, y se trata la teología: cómo interpretar teológicamente las acciones, cómo poner en acción lo que interpretamos. También hay programas –en convenio con el Estado uruguayo– que apuntan a trabajar la tierra de manera más sustentable y saludable, que, en definitiva, es una manera de pensar cómo nos alimentamos. Ahí también hay contradicciones. A veces me gusta comer una lechuga orgánica, pero después, cuando quiero cultivar trigo y soja, los produzco de otra manera. A veces siento que no tengo la libertad para cambiar esto y a veces me animo a pensar que puede haber otra alternativa.

—No son afines a la teología de la prosperidad, común en las Iglesias evangélicas neopentecostales. ¿Por qué? ¿Cuál es su concepción de la pobreza?

—Es una teología que va muy acorde al sistema –a la competencia, al premio-castigo–, que en la «Confesión de Accra» se marca como un gran pecado y un modelo que excluye. Si pensamos que la bendición de Dios es una bendición económica, invertimos en los planes de Dios, porque nos va a dar más. Estamos buscando un modelo de vida muy ligado a la prosperidad económica en la escala de la acumulación. Puesto de esa manera, puede sonar como: «¿Y qué tiene de malo? Todos queremos tener un buen pasar, una buena vida». Ahora, si creo que si hago las cosas bien Dios me bendecirá y me dará prosperidad en lo económico, quien vive en la pobreza ha hecho las cosas mal y por eso Dios no le ha dado prosperidad. Esta es una mirada dualista de las cosas, una interpretación muy riesgosa, porque puede causar mucho dolor y sufrimiento en quienes buscan salir de situaciones de opresión. En realidad, la tarea de Jesús era ir a los bordes de los caminos a encontrarse con personas excluidas de la sociedad –por tener enfermedades, por ser mujeres, por ser niños y niñas, por pertenecer a otras culturas– para incluirlas, para llamarlas a transformar sus vidas. La oportunidad de transformación viene de ese lado; no tiene nada que ver con la prosperidad.

—A pesar de esa concepción, de su maniqueísmo y de su tendencia a demonizar aquello con lo que discrepan, estas Iglesias han ido en ascenso, se han instalado y llegado, sobre todo, a los sectores socioeconómicos más bajos. ¿Por qué creés que tienen tanto alcance?

—Creo que porque muestran algunas certezas en los sectores que han sufrido mayor vulnerabilidad, que son los que buscan más rápidamente las certezas materiales. Y desde allí se promete. Es un poco complejo lo que se propone; no es honesto. Evidentemente, sí causa entusiasmo, porque es lo que se busca. Pero de ahí no se desprende nada alternativo a lo que se busca de manera individual en la sociedad. Sin embargo, finalmente, la prosperidad no se logra individualmente, pues la pobreza existe por ciertas razones. Se busca eso en este tipo de modelos de Iglesia, modelos que no apuntan tanto al sostenimiento de lo comunitario en el concepto de ciudadanía, justamente porque ahí hay una gran fragilidad o porque la persona se siente quebrantada en su vida. De repente, puede sentir, entonces, que desde ese lugar puede salir. Nosotros, sin embargo, apuntamos a propiciar situaciones de transformación, pero no es un camino tan rápido: es una esperanza que se construye comunitariamente.

—La valdense fue una de las primeras Iglesias en reconocer el matrimonio igualitario y permitir que las mujeres fueran pastoras. Aprobó, además, el uso del lenguaje inclusivo en sus documentos y también lo pregona a su membresía. Sumado a lo diacónico, ¿cuál es su relación con la teología de la liberación, la feminista y la queer?

—La Iglesia valdense se integró muy rápidamente en lo latinoamericano en las épocas en que llegaban grupos de inmigrantes –vuelvo al 1800–, dejando de predicar en su idioma de origen, el italiano. Estas otras teologías surgieron después, pero siempre hubo una búsqueda de integración y diálogo con los Estados, que hoy llamamos convenios. Sin embargo, al principio, la acción de los valdenses significaba participar en la formación de cooperativas, organizar socialmente, llegar al campo y crear una colonia. Había que armar todo. Era una cuestión política. Quizás no en el sentido de ser de tal partido, y no era algo identificado con la Iglesia, pero ya había allí conceptos democráticos, de organización social y comunitaria. La teología de la liberación tiene puntas de eso. De ahí, la libertad siempre fue y es uno de los pilares que nos orientan para pensar otros temas sociales, como el matrimonio igualitario y la cuestión del género. En las comunidades habrá personas que digan: «Yo me identifico con tal o estoy a favor o en contra de». La posición que se tome es una cuestión de discernimiento personal, que en algunos casos se asume como una identidad. Nunca vamos a encontrar en la Iglesia valdense posturas fuertes, pero sí una lógica que habilita; nunca una lógica que clausura. Y, en general, siempre vamos a trabajar para cosas que habiliten desde los Estados, porque, si no, algunas personas van a quedar por fuera, desamparadas.

—Antes de que se aprobara en Argentina la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, manifestaron públicamente la necesidad de que se aprobara. «Porque es un asunto de salud pública. No es un tema de incumbencia religiosa», según se lee en la página web de la Iglesia. En una columna, hablás de los cuerpos valdenses y de que la persecución histórica los «coloca en un ámbito común con tantas otras historias de persecución y de cuerpos lastimados, dañados, violentados, desaparecidos».1 ¿Cómo creés que las religiosidades han construido o identificado el cuerpo de las mujeres y cuál es su perspectiva actual?

—Es una pregunta compleja: no hay una respuesta lineal ni simple. La teología de la liberación apuntaba mucho al hombre nuevo –que ahora suena espantoso, porque desde el punto de partida usa la imagen del hombre para hablar de todos y todas, lo que ya ha sido revisado– y a que la liberación tenía que ver con lo socioeconómico. Mientras existieran estructuras de justicia socioeconómicas que no fueran para liberar, se seguiría en situación de pecado. La teología que apunta a leer la Biblia con esos lentes y con los de las teologías feministas también es singular. Nos ayuda a ver que hay tantas teologías contextuales como contextos y que la cuestión de los cuerpos es necesario repensarla, reimaginarla, a partir de esa gran diversidad. Y este es un camino que cada cultura, cada grupo e incluso cada persona necesita recorrer, porque es tan pesada la historia de los cuerpos que tenemos… Viene desde nuestros antepasados: depende de cómo nos criaron, con qué modelos, de cuestiones inconscientes que tenemos. Nosotros hablamos mucho de las brujas, de las quemadas, de las hogueras. Eso va marcando una cuestión colectiva y una cuestión individual, que va atravesando nuestra manera de vivir y nuestra manera de buscar la liberación de eso que pudo haber sido o es opresivo en nuestras vidas. Entonces, creo que es fundamental la escucha, el acompañamiento más de lo pastoral y como pastora mujer, porque se va escuchando desde otro lugar. No es que haya mejores o peores, no es un dualismo, pero un pastor varón va a escuchar y ver determinadas cosas. Las pastoras, sin embargo, a partir de nuestras historias, vamos a ver y acompañar desde otros lugares, y todo eso junto va a enriquecer. Hay mucho que deconstruir, porque la Biblia también fue escrita en un contexto patriarcal. Pero hay mucho que descubrir debajo de algunos relatos y en textos que quedaron soslayados. También por eso digo que es una cuestión compleja: porque hay que interpretar qué es del contexto y cuánto del contexto hace al texto.

—La periodista argentina Paula Bistagnino, que ha investigado el Opus Dei, contaba que un exnumerario decía que su obra quería «ser como los jesuitas, pero no para educar al pueblo, sino para educar al poder; quería influir en la sociedad no de abajo arriba, sino de arriba abajo».2 ¿Cómo quieren influir ustedes?

—Más que influir, lo que queremos es sembrar algunas semillas, dar testimonio, hablar, decir, comprender cuál es nuestra identidad y qué pensamos en relación con el ambiente, los distintos modelos económicos vigentes, la vida, los cuerpos, la diversidad. Para eso hace falta coraje. Tenemos el modelo de los profetas, a quienes Dios les pedía que fueran y le anunciaran al pueblo cosas que, generalmente, este no quería escuchar ni los profetas querían decir. Pero eran cosas liberadoras, que tenían una razón de ser: conseguir la liberación, transformar las vidas, salirse de la opresión. Me parece que ese es el compromiso. Por lo menos parece que es mi vocación, la cual sigo haciendo uso de mi libertad. No voy a hablar por toda la Iglesia ni por todas las personas que se consideran valdenses, pero en mi caso tiene que ver con eso.

1. Véase «Los cuerpos», La Diaria, 07-XI-17. Disponible en: ladiaria.com.uy/opinion/articulo/2017/11/los-cuerpos/.

2. Véase «Tienen un poder laico y civil cuyo alcance desconocemos», Brecha, 20-XI-20