En un continente con una fuerte matriz cultural cristiana, el discurso religioso fue el sostén moral y simbólico de la estrategia de propaganda y justificación de dictadores latinoamericanos. Es por ello que la Doctrina de la Seguridad Nacional, en alianza con los sectores eclesiales anticomunistas, desarrolló también un discurso religioso de restablecimiento de una nueva cristiandad o una sociedad basada en los principios de la tradición, la familia y la propiedad.
Nicolás Iglesias Schneider
En la historia del cristianismo, siempre han existido dos corrientes teológicas contrapuestas: una teología de dominación, monárquica y sacerdotal, alineada con el poder de turno y, por otro lado, una teología desde los márgenes, desde los excluidos.1 La primera, aliada al poder militar en las dictaduras, busca defender un «orden» y una sociedad «occidental y cristiana», haciendo los sacrificios necesarios para evitar el caos, la anarquía y el comunismo. Esta narrativa religiosa le dará a las Fuerzas Armadas una dimensión salvífica, por la que sectores de la iglesia bendecirán a «los soldados de Cristo» o al «ejército de Dios», que cumplen la misión de «amar a Dios y la Patria».
A partir de mediados de los años sesenta, también en Uruguay se generó una polarización política en el campo religioso, especialmente en el cristianismo. Por un lado, había movimientos eclesiales cuya acción estaba orientada hacia la liberación de las estructuras político-económicas que consideraban injustas. Por otro lado, existían sectores religiosos que, también desde la fe, veían los cambios sociales, y la teología de la liberación en particular, como parte de la infiltración comunista en la iglesia.
Esta definición de un enemigo común, el comunismo, logró un acercamiento entre el catolicismo integrista y la derecha evangélica, que antes estaban separados por diferencias doctrinales. En este momento de radicalización anticomunista, ambas vertientes compartían la idea de que su misión era salvar a la cultura occidental y cristiana de un supuesto ataque del ateísmo marxista, que incluso se había infiltrado en la iglesia. Con este fin se organizaron diversas acciones en Uruguay, que incluyeron la creación de movimientos juveniles, culturales, políticos y sociales, así como un prolífico trabajo en la prensa secular y religiosa. Además, se brindó apoyo y colaboración a mandos civiles y militares, y se denunció a «elementos sospechosos» dentro de sus propias filas.
Esta represión y control de los sectores de la teología de la liberación no sólo fue llevada adelante por actores religiosos: según el relevamiento de fichas del archivo de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, desde 1963 existieron mecanismos de control estatal sobre líderes religiosos «sospechosos». Los testimonios recogidos en el documental «Fe en la Resistencia» (2018), dan cuenta también del evidente el control de los sermones y las misas, así como de la presencia de agentes de inteligencia en los eventos religiosos de las iglesias más comprometidas con las causas sociales. Esto generó un ambiente de miedo y desconfianza.
Esta acción de represión y control sobre los grupos religiosos considerados subversivos se puede entender en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) diseñada por Estados Unidos y aplicada por los gobiernos latinoamericanos,
En Latinoamérica, la DSN se convirtió en la base de una estrategia destinada a combatir presuntos agentes locales del comunismo. Esta política incluyó medidas de mitigación y oposición, así como la posterior persecución y represión de expresiones religiosas críticas hacia los regímenes dictatoriales, en particular la teología de la liberación, considerada aliada del comunismo y promotora de una supuesta anarquía eclesial.
El Informe Rockefeller entregado al presidente Richard Nixon por la Misión Presidencial en América Latina (1969) y el documento Santa Fe, redactado por la CIA, (1979) evidencian la importancia de la dimensión religiosa en el marco de la política exterior de Estados Unidos. El primero identificó la presencia en la iglesia de sectores considerados revolucionarios. La convergencia entre esos sectores y movimientos sociales y políticos de izquierda, se convirtió en un problema para los intereses estadounidenses. Por su lado, el Documento Santa Fe en su propuesta N°3 estableció que «la política exterior de Estados Unidos debe empezar a contrarrestar (no a reaccionar en contra) la teología de la liberación, tal como es utilizada en América Latina por el clero vinculado a ella».
Esta visión de defensa de la sociedad occidental y cristiana, considerada como el núcleo del discurso moral y civilizatorio, fue promovida a finales de la década de 1970 por una trinidad conservadora compuesta por Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Juan Pablo II. Estos tres actores desempeñaron un papel destacado en diversos ámbitos político-religiosos, luchando contra cualquier elemento social, cultural o religioso que pudiera ser considerado subversivo para el orden tradicional de la familia y la sociedad.
En su libro La Ideología de la Seguridad Nacional (1977), el teólogo José Comblin fue de los primeros en destacar la dimensión religiosa y simbólica que sustentaba a las dictaduras latinoamericanas. Comblin sostuvo que la DSN se basaba, en Occidente, en tres sistemas simbólicos que permitían oponerse al comunismo: el cristianismo, la democracia y la ciencia. Para la DSN, lo importante no era la fe en sí misma, sino el símbolo religioso como instrumento de unidad y movilización popular. Según esta perspectiva, la iglesia estaba infiltrada por marxistas y las Fuerzas Armadas debían salvarla del peligro que, supuestamente, no quería reconocer.
Un problema de seguridad regional
A partir de la bipolaridad religiosa, el gobierno de Estados Unidos y los grupos religiosos afines generaron un esquema demonológico donde Moscú era el centro del mal y ellos los «portadores de la salvación». Sobre este esquema geopolítico y religioso se desarrolló una máquina propagandística extendida a toda América Latina, que brindó una hermenéutica bíblica que asociaba a la Unión Soviética con el anticristo del Apocalipsis, y por ende, toda expresión política, cultural o religiosa vinculada al mundo socialista fue combatida.
Durante la Guerra Fría se formaron en Latinoamérica diversas redes anticomunistas con el objetivo común de «salvar a la sociedad occidental y cristiana». Estas redes abarcaban diferentes sectores, incluyendo la derecha evangélica estadounidense, la Liga Anticomunista Mundial y su rama latinoamericana, la Confederación Anticomunista Latinoamericana (CAL), así como sectores anticomunistas del catolicismo, que se convirtieron en actores religiosos clave en la defensa de las dictaduras.
A finales de la década de 1970, adquirió mayor relevancia la Confederación de Asociaciones por la Unidad de las Sociedades de América (CAUSA), el brazo político de la Iglesia de la Unificación del reverendo Sun Myung Moon de Corea del Sur. Este grupo estableció su base de operaciones para el Cono Sur en Montevideo en 1978, durante la dictadura uruguaya, y desarrolló un proyecto represivo contra líderes cristianos progresistas en varios países de América Latina.
Desde la CAL se coordinó la inteligencia transnacional de manera similar a lo que se realizó en el marco del Plan Cóndor. En marzo de 1977, cuando la organización celebró su tercer congreso en Asunción, la «Comisión de lucha contra la infiltración comunista en los medios religiosos» elaboró propuestas para todo el continente, de allí surge el Plan Banzer. El objetivo de este plan era hacer desaparecer a los opositores y elaborar listas de religiosos considerados peligrosos, con el propósito de dividir a la iglesia y desacreditar a sus líderes progresistas. Además, promovió la articulación regional y el intercambio de prácticas represivas que incluían la colocación de documentos subversivos en instalaciones de la iglesia. También se sugirió censurar o cerrar periódicos y estaciones de radio afiliadas a la iglesia. Estas acciones, acordadas con los gobiernos presentes en la reunión, ya se estaban aplicando en Uruguay desde mediados de la década de 1960.
Los Archivos del Terror hallados en Asunción revelan las labores de inteligencia llevadas a cabo en el marco del Plan Banzer y el Plan Cóndor. Según esos registros, en el Congreso de la CAL participaron doce delegados del gobierno dictatorial uruguayo, entre ellos destacados nombres como Buenaventura Caviglia Cámpora, ex consejero de Estado; Fernando Bosch, vice rector del Consejo Nacional de Estado y dirigente del Movimiento por el Resurgir Nacionalista; Gonzalo Aznárez, empresario vinculado a la familia de la ex azucarera Rausa; Roque Moreira, hoy coronel retirado y dirigente de Cabildo Abierto; Martín Gutierrez, psiquiatra acusado de infligir torturas durante la dictadura; el Dr. Diego Ferreiro, director del semanario ultraderechista Azul y Blanco, entre otros. (Barrales e Iglesias, 2021)
Según un artículo de Brecha firmado por Walter Pernas2, en el Departamento 3 de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia se conservaba en 2005 un listado de al menos 180 sacerdotes considerados subversivos por la dictadura uruguaya, siguiendo la visión anticomunista latinoamericana. Esta lista incluía tanto a sacerdotes uruguayos como extranjeros de las iglesias de Montevideo, San José, Paso de los Toros y Fray Bentos.
Tanto la investigación realizada por el semanario como la hecha por el equipo de Fe en la Resistencia, coinciden en que una de las figuras clave en la represión contra los sacerdotes católicos progresistas fue Caviglia Cámpora, miembro destacado del núcleo uruguayo de Tradición, Familia y Propiedad. Caviglia Cámpora era abogado, alcanzó el rango de teniente coronel del Ejército y se especializó en guerra psicopolítica. Según Pernas, sus escritos revelan su persistente odio y pasión por la represión, que demostró al aprobar la aplicacióndel Plan Banzer, que en Uruguay implicó la represión e incluso tortura de numerosos sacerdotes y que en países como Bolivia y El Salvador, resultó en el asesinato de varios miembros de la Iglesia.
Anticomunismo cristiano uruguayo
Antes y durante la dictadura, existió un sector religioso minoritario pero significativo que apoyó el proyecto totalitario. Esta dimensión religiosa otorgaba a la DSN y a la represión un carácter sagrado, llegando incluso a justificar la tortura y la desaparición de personas, lo que colocaba al represor por encima de la justicia terrenal y contribuye hasta hoy a la cultura de impunidad.
Un ejemplo paradigmático es Juan María Bordaberry, católico integrista ligado al pensamiento del nacional-catolicismo franquista. Bordaberry se definía como un defensor de la ley natural de Dios y del «sacrificio necesario» de las Fuerzas Armadas, para preservar los principios cristianos perdidos en la sociedad uruguaya. Bordaberry y su secretario, Alvaro Pacheco Seré, estuvieron vinculados al movimiento Carlista, cuya visión se condensa en el lema de «Dios, Patria, Fueros y Rey» y que se opone al liberalismo y al parlamentarismo.
A partir de mediados de la década de 1960, la polarización política en el ámbito católico se manifestó entre los laicos, las órdenes religiosas y los medios de comunicación. Se editaron varias publicaciones, como Lepanto de la agrupación Tradición, Familia y Propiedad (TFP), Hoja Informativa de Vice postulación, del Opus Dei y, la más significativa, Tribuna Cristiana, que argumentaba desde postulados católicos integristas la defensa de la Doctrina de la Seguridad Nacional y la «Guerra ineludible» (1967) contra las posturas revolucionarias en la guerra psicopolítica. Estos medios impresos nutrían la programación de «Radiorama» de CX4, Radio Rural. Además, existían grupos como el Movimiento Antitotalitario de Uruguay y el Comité de Naciones en Lucha contra el Comunismo, en los que participaban destacados referentes del catolicismo integrista, como Plinio Torres y Omar Ibargoyen.
En cuanto a los obispos católicos, dos figuras anticomunistas destacadas fueron Antonio Corso y Miguel Balaguer. La influencia anticomunista de Corso se fortaleció con el apoyo de Balaguer entre 1970 y 1972, especialmente al aproximarse las elecciones de 1971, cuando la aparición del Frente Amplio generó cierta perplejidad en los sectores conservadores de la Iglesia Católica. Lo que resultaba incomprensible para ambos obispos era que los documentos de la Conferencia Episcopal del Uruguay no condenaran el marxismo, lo que abría la posibilidad de que los católicos votaran por la coalición de izquierdas.
. En ese mismo contexto, Eduardo J. Corso, periodista y hermano del obispo, publicó el libro El cristiano y el Frente Amplio (1971), en el que recopiló sus artículos publicados en el diario El País, expresando posturas anticomunistas con fundamentos teológicos conservadores.
Desde los bordes de la religión, surge en 1970 la Juventud Uruguayade Pie (JUP), un espacio de militancia con énfasis en el católcismo integrista, lo militar y el discurso nacionalista. Este grupo, que contaba con el apoyo de sacerdotes que participaron en actos públicos, emitieron comunicados o escribieron en medios de comunicación afines a la JUP.
En el ámbito evangelical, con la llegada del embajador de Estados Unidos, Henry A. Hoyt, en mayo de 1965 se refuerza la articulación del evangelicalismo y el anticomunismo en Uruguay. Los diplomáticos de Estados Unidos alentaron al gobierno uruguayo a enfrentar y obstaculizar los conflictos sindicales, interpretándolos como una manifestación de la «amenaza comunista» y la estrategia soviética.
Hoyt, quien formaba parte del movimiento evangelical conservador estadounidense conocido como «The Family» (que continúa hasta hoy organizando un desayuno de oración anual, como espacio internacional de lobby con el presidente de Estados Unidos), facilitó el contacto entre líderes políticos desde su posición como embajador entre los años 1965 y 1967.
El embajador también se involucró en asuntos internos de Uruguay. Durante el Congreso del Pueblo, organizado por la Convención Nacional de Trabajadores, en el que Emilio Castro participó como presidente de la Iglesia Metodista y representante de la Federación de Iglesias Evangélicas del Uruguay, Hoyt le solicitó una entrevista. Allí criticó duramente la participación de Castro en el congreso, por considerarlo una «plataforma» del Partido Comunista.
De este modo, comprender el vínculo entre religión y política durante la Guerra Fría cobra una relevancia fundamental, porque las religiones y los discursos religiosos sitúan desde su perspectiva dónde está el bien y el mal, o incluso qué naciones y sistemas políticos estarían bajo la ley de Dios y cuáles representaban el mal.
1 Rubén Dri hizo un extenso análisis de esta teología de la Doctrina de la Seguridad Nacional, especialmente del caso argentino. Véase: La Hegemonía de los cruzados. La Iglesia católica y la dictadura militar (2011).
2«La persecución a «Perico» Pérez Aguirre», Brecha, 30-V-/2005
Fuente: Brecha, 23 de junio del 2023.
Gracias Bello por tan excelente e interesante artículo.