Elsa TaLa_religion_y_la_mujermez


Hay un desequilibrio de género en la representación de Dios. Ésta se presenta en categorías masculinas, unas veces patriarcales, otras no. Este desequilibrio afecta en forma concreta a las mujeres. Se afirma la trascendencia de Dios como una divinidad sin género, pero en su manifestación concreta este Dios asume los rasgos de un Dios masculino. La realidad patriarcal crea un desfase entre el discurso teológico universal y las prácticas que excluyen a las mujeres. Se dice que todos, hombres y mujeres, son creados a imagen de Dios, pero muchas veces la manifestación divina como masculina crea dogmas que promueven la desigualdad, como por ejemplo, de un hecho tangencial -Jesús es varón- se crea un dogma que excluye a las mujeres del ministerio ordenado. Sin embargo, el hecho tangencial de que sea judío, no es obstáculo para ordenar varones no judíos. Es un hecho que las imágenes dominantes de Dios, las estructuras discursivas, la imaginería sobre Dios, es masculina y patriarcal.

Si este desequilibrio incide en la exclusión de las mujeres, más lo hacen las imágenes de Dios que conllevan control y poder. Si la imagen preponderante de Dios es la de varón y padre, es porque la sociedad se fundamenta y gira alrededor de este eje patriarcal. Los discursos sobre Dios se expresan con lenguaje humano y el lenguaje lleva las marcas culturales de quien los expresa. Las imágenes de Dios generalmente reflejan la vivencia de quienes las evocan.

Así, pues, el problema no radica necesariamente en las imágenes de Dios sino porque la mayoría de las imágenes llevan a reforzar el poder y el control de unos sobre otros. Dios como padre, juez, jefe, rey de reyes y señor de señores, vigorizan el comportamiento de poder y de control de unos sobre otros. Poder y control son las palabras claves que nos ayudan a entender imágenes de Dios cómplices de la violencia, y no solo contra las mujeres.

Pero no sólo estas imágenes antropomórficas pueden ser cómplices de la violencia. Teologías feministas de África, Asia, América Latina y del primer mundo, coinciden en sospechar del concepto o imagen de un Dios todopoderoso, omnipresente, omnisciente, eterno, perfecto, inmutable. Ésta es la forma clásica –occidental- en que se percibe a Dios desde los catecismos. Las mujeres ven y sienten en esa concepción, el fundamento del poder y control de lo divino sobre lo humano, de unos seres sobre otros, de hombres sobre mujeres, de humanidad sobre naturaleza, de ricos sobre pobres, de blancos sobre negros e indígenas.

El problema de fondo, entonces es el patriarcalismo y su carácter jerárquico. Esto significa que se coloca en el centro lo masculino como «principio de organización social, cultural y religioso». Que este principio de organización social sea de género masculino provoca exclusiones, pero, repetimos, no es en sí el problema fundamental, sino que sea de carácter absolutamente jerárquico. ¿Por qué los hombres golpean? Según un documento de los obispos de EEUU, no es por un desorden psiquiátrico, el documento señala que: «los hombres que abusan de las mujeres llegan a convencerse de que tienen el derecho de hacerlo… y muchos hombres abusivos mantienen el criterio de que la mujer es inferior… creen que ser hombre significa dominar y controlar a la mujer».

Aquí radica el problema fundamental: «el varón es asumido como un ente superior y la mujer como inferior». Esta frase, repetida hasta el cansancio, es trillada, no impacta; los hombres dirán: «otra vez, siempre lo mismo, no hay novedad en el discurso de las mujeres». Y sin embargo esta sencilla creencia considerada como verdad, asumida consciente o inconscientemente, respirada en todos los ámbitos, es la causante de los asesinatos, de la permisividad, y la impunidad otorgada por toda la sociedad con sus instituciones, su epistemología, su religión y teología. A todos, hombres y mujeres, nos toca de cerca porque sabemos que las instituciones educativas… y la iglesia, la biblia y la teología, son patriarcales.

Frente a esas imágenes necesitamos un trabajo de relectura bíblica y creatividad teológica. Si una concepción fundamental de Dios es como amor y misericordia; si se ve a Dios como principio de misericordia, como dice el teólogo Jon Sobrino, este principio nos llevaría por otros caminos diferentes al control y al poder. Hay dos diálogos en la Biblia que me impactan y sensibilizan: ver a Dios como un amigo (o amiga). En el evangelio de Juan, Jesús rechaza que se le llame Señor y prefiere que se le llame amigo. En la Carta de Santiago, el autor alaba la ley regia del amor al prójimo y recuerda que Dios le llamó amigo a Abraham cuando el creer o su fe le fue contado por justicia. (St 2,23). Por supuesto, no vamos a rechazar imágenes del todopoderoso cuando nos nacen espontáneamente del corazón y las expresamos de forma doxológica por puro amor; como cuando le decimos a alguien que amamos: mi rey o mi reina, sin que implique avasallamientos.

La teología latinoamericana, al tener como punto referencial a los pobres, ha hecho un avance en ver dimensiones sensibles de Dios, como su compasión y misericordia con los que sufren; sin embargo, hombres y mujeres de esta teología nos hemos quedado con las categorías e imágenes patriarcales. Tal vez por eso los discursos bíblicos-teológicos son ineficaces frente al asesinato de mujeres. Estamos frente a un problema grueso epistemológico. La teóloga brasileña Ivone Gebara, ya desde inicios de los noventa, ha manifestado su preocupación por la epistemología teológica patriarcal en la cual las teologías de la liberación se construyen. ¿Se va a destruir a los otros para rescatar a los pobres en el nombre del Dios de los pobres?, se pregunta Gebara aludiendo a ciertos discursos simplistas sobre la liberación de los pueblos. Uno de los problemas de este paradigma, afirma, es su percepción dualista, su falta de interrelacionalidad, su racionalidad analítica como exclusiva y privilegiada; su linealidad en el discurso y en el tiempo, el no ver las cosas todas de una forma más compleja y holística.

En los últimos 30 años las teólogas han aportado al pensamiento teológico creando imágenes femeninas de Dios. Esto ha sido bueno, como un beso al corazón que necesita de las manos tiernas de un Dios sensible y amoroso. Ya es común dirigirse a Dios como Madre y Padre, tratando de quitar el tinte patriarcal de ver a Dios sólo como Padre. Sin embargo, por todo lo dicho anteriormente, esto no es suficiente. Frente a esta imagen se impone la pregunta sobre las relaciones de género entre estas dos imágenes: ¿esta imagen de Madre está en un plano de igualdad con el Dios como Padre? Porque, como dijimos al inicio, el problema fundamental que da vía libre al asesinato, al irrespeto de la alteridad, es el considerar a uno -el padre- como superior a la otra -la madre, la hija, la empleada-.

Cabe decir que esto no es único de la cultura occidental cristiana. En otras sociedades patriarcales, como la azteca, tenemos algo similar. En la náhuatl, por ejemplo, encontramos muchas diosas, pero la mayoría están en un plano de desigualdad frente a los dioses: la Coatlicue barre el templo, cuando le cae una pluma del cielo que la deja embarazada. Este hecho crea una gran violencia: ella, por la deshonra -sin culpa-, es descuartizada; Huitzilopochtly, su hijo, el Dios de la guerra, se venga en forma sangrieta contra su hermana, la cabecilla, y todos los demás hermanos. Del asesinato de la Coatlicue nace la creación de la tierra. Ciuatlcóatl, otra diosa, colabora con la creación de la humanidad moliendo huesos en el metate para que su consorte, Queztalcoatl, cree la humanidad. Tlatecutly es una diosa no sometida, temible y por eso es también descuartizada por dos dioses para crear los cielos y la tierra. Esto desata una violencia circular. Tlatecutly llora en las noches y los sacerdotes, compadeciéndose, le ofrecen sacrificios humanos… Otros mitos de otras culturas van por caminos similares. Con esto quiero decir que hay un sustrato teológico muy profundo en las civilizaciones patriarcales que es preciso desentrañar para combatir estos resortes que sustentan la violencia contra las mujeres.

Crear imágenes femeninas de Dios es un paso importante en el equilibrio de géneros, y tal vez ayude a disminuir la violencia contra las mujeres, a hacernos más humanos y sensibles, pero no es la garantía de una relación de géneros equitativa. Para ir poniendo freno a la violencia se necesitan por lo menos tres cosas: crear imágenes inclusivas, acabar con el paradigma superioridad-inferioridad y promover el respeto a la alteridad.

Si el problema de fondo es la ideología patriarcal, hay que despatriarcalizar la sociedad. Esta despatriarcalización comienza cuando se logra destruir el paradigma inferioridad-superioridad y al mismo tiempo se asume de verdad, como algo natural, la afirmación de que las mujeres y los varones somos iguales, aunque diferentes. Iguales en cuanto seres humanos con los mismos derechos de cualquier ciudadano, pero diferentes en género y comportamiento. Ambas cosas son fundamentales; afirmar la igualdad no es suficiente, se necesita dejar que la mujer sea ella, sea otra. En otras palabras, se necesita el respeto a la alteridad interhumana.

Elsa TAmez

San José, Costa Rica

Fuente: http://servicioskoinonia.org/agenda/archivo/obra.php?ncodigo=728