papacruz Por Miguel Pastorino

Hoy en día, la línea de conflicto no se encuentra entre creyentes y no creyentes como en otros tiempos, sino entre los amigos y los enemigos de la libertad, entre los espíritus abiertos y dialogantes -crean en Dios o no- y los fanáticos y fundamentalistas.

El Uruguay no es una sociedad laica, sino de una gran diversidad religiosa y cultural. Uruguay tiene un Estado laico, pero las ideas que proliferan sobre la laicidad son muy diversas. Se escuchan todos los años posturas fundamentalistas acerca del tema, del lado religioso y del lado laicista. Hemos hablado en varias ocasiones del peligro fundamentalista al interior de las religiones y es bien conocido el peligro del fanatismo religioso cuando se vuelve irracional. Pero hay otro fundamentalismo del que no se habla mucho: el laicismo radical.

Hay laicistas tan fundamentalistas e irracionales como los fanáticos religiosos, y no están dispuestos a cuestionar sus opiniones, así como su militancia, agresividad y desprecio hacia los que discrepan con ellos.

Signos de intolerancia

En varias situaciones en que líderes religiosos se pronuncian sobre temas éticos, sociales y políticos, o cuando personas que confiesan abiertamente su fe, aspiran a un cargo político, aparecen declaraciones de tono agresivo e intolerante, en nombre de la defensa de la laicidad, velando porque la religión no interfiera en asuntos públicos. Exigen a las personas que se identifican con alguna religión, que solo hablen dentro de sus iglesias acerca de sus posturas y opiniones sobre los más diversos temas. Lo grave es que aquí se confunde laicidad con exclusión social de la religión y privatización total de lo religioso. Sueñan con una especie de recorte de la libertad religiosa, que es un derecho que el Estado también debe proteger. ¿O acaso las personas que profesan una religión son ciudadanos de segunda categoría? ¿Tienen menos derechos?

Bajo cierto laicismo radical, tiene derecho a manifestarse públicamente cualquier persona sin importar cual sea su ideología, salvo que tenga la «desgracia social» de pertenecer a una comunidad religiosa. En ese caso debería abstenerse por poner en peligro la pureza laica del espacio público. Y aunque los argumentos que utilicen personas identificadas con alguna creencia religiosa, sean antropológicos y científicos, filosóficos y éticos, por el solo hecho de ser obispos, pastores, gurús, pae o mae de santo, los que hablen, serán tachados de querer imponer su opinión «dogmática» en la sociedad y de contaminar el ambiente con ideas perjudiciales para la ciudadanía.

¿Confusión o ignorancia?

Quienes califican despectivamente a las religiones de «dogmáticas» para que no «contaminen» el espacio público con sus «dogmas», desconocen lo que son los dogmas religiosos, que en su mayoría no tienen que ver con temas éticos o políticos, sino con cuestiones que en nada afectan a los no creyentes. Discutir si Jesucristo es Dios o no, si resucitó o no, si nació de una virgen, si reencarnamos o resucitamos, no es algo que afecte demasiado a la sociedad uruguaya. En cambio, en temas éticos y sociales hay posturas claras y fundamentadas, como las de cualquier ideología, pero no existen dogmas al respecto.

Los fundamentos de personas religiosas, sean cristianos o afroumbandistas, musulmanes o judíos, sobre temas éticos, políticos, educativos y sociales, no son dogmas religiosos, sino que parten de una visión antropológica. Esta realidad es ignorada y en forma fóbica y fundamentalista se manda callar a quien intente manifestar públicamente sus ideas, si es el caso de alguien que haya cometido el «crimen» de pertenecer a una religión. Y si es una postura en disenso con ideas dominantes o políticamente correctas, peor.

En segundo lugar, sería interesante hacer una lista de los dogmas positivistas y materialistas, secularistas y cientificistas, que terminan siendo postulados metafísicos impuestos en nombre de una pretendida objetividad que no existe. Como si las personas que se declaran ateas o agnósticas no tuvieran puntos de vista subjetivos e ideológicos. Cualquier persona, sin importar el lugar que ocupe en la sociedad tiene un modo de ver el mundo, el ser humano y la vida. Es una ingenuidad epistemológica creer que alguien sea una especie de mente neutra desideologizada.

Lo importante es ser intelectualmente honesto y que todos tengan derecho a hacer conocer su visión de las cosas y a defenderlos en igualdad de condiciones. Lamentablemente el prejuicio decimonónico de que la religión es una alienación y que los creyentes son personas subnormales, todavía sigue campeando abiertamente en nuestra sociedad.

El debate por la capilla del Hospital Militar

Después del histórico debate sobre la cruz en Bvar. Artigas, como signo de la visita de Juan Pablo II al Uruguay, no han dejado de aparecer voces preocupadas por la posible injerencia de la Iglesia Católica en el Estado uruguayo con cualquier signo de presencia de la Iglesia en lo público. A esta altura del proceso histórico de nuestro país se vuelve ridícula tal preocupación. Pero el prejuicio anticristiano, y particularmente anticatólico prolifera con tonos discriminatorios sin que nadie se queje. Hace pocos días algunas personas se escandalizaron por la supuesta «inauguración» de la Capilla del Hospital Militar, cuando en realidad dicha capilla existe desde 1908 en el Hospital y cambió de lugar varias veces. Que alrededor de quinientas personas asistieran a la misa presidida por el Card. Daniel Sturla, es un testimonio de la fe de personas que valoran la presencia y la asistencia religiosa que nunca ha abandonado los Hospitales. La «preocupación» está fuera de lugar. No se volverá católico el Hospital ni las Fuerzas Armadas por tener un espacio de servicios religiosos.

En nuestra sociedad democrática y plural no violan la laicidad, ni el monumento a Confucio en el Parque Rodó, ni las imágenes de Iemanjá en nuestras playas, ni el monumento a la Biblia, ni la cantidad de símbolos masónicos y alquimistas en muchas de nuestras plazas públicas. ¿Por qué la cruz o el monumento a Juan Pablo II violan la laicidad entonces? Solo es posible explicarlo con una palabra: cristianofobia.

La legitimación del desprecio.

La intolerancia hacia la religión, particularmente hacia el cristianismo, comienza por crear un «chivo expiatorio», con leyendas negras que la culpan de todos los males de la historia. El segundo paso es la discriminación legitimada y normalizada hacia una religión específica y finalmente se vuelve naturalizado el odio y la exclusión social.

De no revisar estas actitudes en nuestra sociedad, volvemos a repetir lo que hizo la propaganda nazi con los judíos en Alemania. No se escuchan demasiadas voces preocupadas porque la religión más perseguida hoy en el mundo es el cristianismo. No solamente por la masacre que siembra el terrorismo de ISIS, sino por la exclusión social que viven los cristianos en muchos países democráticos, por el estigma de pertenecer a una religión que es caricaturizada y demonizada como un «obstáculo para el progreso».

Hay programas televisivos donde el sacerdote, el pastor, la monja o la familia cristiana, son el blanco de todas las burlas, insultos y ridiculizaciones posibles. Si eso pasara con otros colectivos, ya existirían campañas aplastantes de defensa contra toda forma de discriminación. Pero en este caso, no es así. El anticristianismo es un prejuicio y una intolerancia políticamente correcta, de la que nadie se escandaliza.

Crecer en una cultura de la comprensión y el respeto, del diálogo y la apertura a la diversidad cultural y religiosa, requiere una toma de conciencia del peligro que encierran todos los modos de intolerancia, discriminación y fanatismo. La incapacidad para ver en el otro, en el diferente, un interlocutor con derecho a manifestar públicamente su parecer sobre todos los asuntos que tengan que ver con el ser humano y la sociedad en la que vivimos, es una ceguera de la que es preciso salir para construir una sociedad más humana y más solidaria, más plural y menos violenta.

En este contexto se vuelve necesario un serio debate sobre la laicidad y la libertad religiosa.

El espacio público no se reduce al Estado.

En un trabajo de J. Habermas sobre la historia de la opinión pública1 que se volvió referencia obligada sobre la relación entre política y religión, el filósofo alemán afirma que la esfera pública surgió en el siglo XVIII y se desarrolló como un espacio social, distinto del Estado, de la economía y de la familia. En este espacio los individuos, como ciudadanos, podían emprender deliberaciones sobre el bien común. Teóricamente la esfera pública era un espacio abierto y sin límites en el que se podían expresar y oír todas las ideas con sus razones y fundamentos, dentro de una deliberación racional.

No podemos confundir secularización del Estado con secularización de la sociedad. Que el Estado no asuma religión ni ideología alguna, no significa que los ciudadanos no puedan expresar públicamente sus creencias y opiniones.

El modo de comprender la laicidad en el Uruguay está transformándose y generando una especial hipersensibilidad en cualquier discusión sobre el tema. Es claro que pocos espacios de la vida social reaccionan con una sensibilidad tan intensa como la religión y la política, especialmente cuando acontece algún cambio en una de ambas, sea estructural o en su propia autocomprensión. Además al coexistir en la misma persona el creyente y el ciudadano, pretender un dualismo esquizofrénico es demasiado ingenuo. Hablar de la relación entre política y religión parece estar prohibido por un mandato cultural que está perdiendo vigencia.

Nuestra sociedad se ha convertido en un lugar de convivencia intercultural. Todo encuentro potencia el enriquecimiento mutuo y la revisión de los propios modos de ver e interpretar la realidad. El diálogo se convierte en tarea ineludible del ciudadano. Reconocer al otro, al diferente, exige no confundir la igualdad con la homogeneización de todos. El énfasis en la igualdad, que no respete la diferencia, se vuelve cómplice de una lógica de exclusión. El peligro de ciertas fiebres igualitaristas es confundir igualdad con anulación de lo diferente.

1 Habermas, J. (2004). Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la publicidad burguesa. Barcelona: Gustavo Gili.