Lucas 2:1-14, (15-20)

En esta oportunidad hablaremos de un clásico cristiano: el nacimiento del niño-Dios.

La sociedad cristiana y occidental tiene inserta en el imaginario colectivo una idea concreta de este acontecimiento. María y José (embarazados de Dios) camino a Belén para empadronarse en el censo que llevaba adelante el Emperador Cesar Augusto. María sobre un burro guiado por José. La llegada a Belén. La negativa de un lugar para reposar. Finalmente, consiguen un lugar en un pesebre, un establo, junto a los animales. El hecho salvífico de Dios comienza entre paja, animales y olor a excrementos. A medida que el relato avanza, la escena se vuelve cada vez más dramática. No solo descansarían allí, sino que el niño nacería en esas condiciones. ¡Ha nacido el Salvador, que es el Cristo! En su infinito e incomprensible misterio Dios envía un ángel como portavoz del hecho, ¿acaso el mismo que anuncio los embarazos? Los pastores no dudan, dejan los rebaños a la buena de Dios y se dirigen a confirmar la noticia. Lucas, a diferencia de Mateo, no incluye a los sabios de oriente en el relato. Su inclinación teológica va dirigida al público judío. Los primeros testigos del hecho son los pastores que trabajaban por la noche cuidando el rebaño. Los primero testigos son campesinos de clase baja, trabajadora y popular. A partir de aquí, sabemos cómo siguió la historia. El Salvador crece, comienza su ministerio, enseña, sana, confronta, recibe seguidores, cumple la voluntad del Padre, es crucificado, muere, resucita. Este es el espiral del camino que este Cristo propone: morir y resucitar una y otra vez en Él.

La natividad es toda esperanza. La llegada de un recién nacido al mundo debe ser uno de los actos de mayor amor y desinterés que existe en esta vida. ¿Por qué traer a este mundo doloroso y sufriente una nueva vida? Las respuestas a esta pregunta, inevitablemente, son infinitas. Esa nueva vida que se gesta en el vientre de una mujer es, hasta el momento del parto, toda incomprensión y fragilidad. Por amor y gracia de Dios, esa criatura nace y se abre una nueva escena en el desarrollo de la historia. Se termina el tiempo de la espera, la proyección y el deseo, para comenzar el tiempo de la acción en la realidad. El padre y la madre, o la madre y la madre, o el padre y el padre, o la madre, o el padre, acompañan. El niño o la niña crece, se desarrolla, comienza a preguntar, realiza sus primeras elecciones, se inserta en la sociedad, ama, sufre, se desilusiona. Finalmente emprende su camino. Suelta la compañía de sus adultos compañeros y se lanza al mundo. Este hecho responde concretamente a una metáfora de la vida misma, el ciclo de nacer, ser, vivir y morir. Son solo pistas inconclusas. No hay recetas ni modelos. Solo pistas de que vivir solo cuesta vida.

Ahora bien, volvamos al asunto de la Navidad. Encuentros familiares, regalos, mesas llenas de comida y bebida. La celebración de Noche Buena, el domingo de Navidad. Encuentros y reencuentros. Fin de año, aguinaldo, premios, jugueterías y bazares llenos de transeúntes batallando precios y acumulando objetos para sacarle una sonrisa a hijos, nietos y sobrinos. La Navidad se vuelve un acto tan efímero como los objetos mismos.

La religiosidad de nuestras sociedades tiende a la cosificación. La fe, como parte constitutiva de los sistemas socio-culturales, económicos y culturales, también es un factor a ser cosificado. La privatización de los medios de salvación, es decir, los bienes intangibles, es una característica concreta de nuestras realidades. Mega iglesias repletas de personas sedientas de perdón, redención y salvación. El llame ya religioso a la orden de la carta: mantos sagrados, agua del Jordán, los trapos de Jesús, jabones milagrosos. La fe fast food está instalada en nuestras realidades. Todo tiene precio y todo está a la venta.

En este contexto, las tradiciones protestantes, profundamente secularizadas, asumen la Navidad como un momento de profundo egoísmo en el cual quieren reconciliarse de una vez con todas sus faltas anuales. Las comunidades protestantes han sufrido un considerable vaciamiento en las últimas décadas (cuantitativo y cualitativo). Las razones son de amplio espectro: falta de interés en las dinámicas comunitarias, migraciones del campo a la ciudad, mutaciones en los modelos familiares, la ausencia de un claro enfoque teológico y pastoral. La iglesia no ofrece algo que yo necesite. En este sentido, la participación comunitaria se ha visto reducida a actividades particulares como bautismos, bendiciones nupciales, cursos de confirmación o fechas especiales como la Pascua o la Navidad.  La vivencia espiritual y de fe se practica como un reduccionismo: accedo a los medios de salvación en la medida de mis necesidades personales. Cae por la borda cualquier idea de construcción comunitaria. La iglesia (o la comunidad de fe) ya no forma parte de mi vida cotidiana sino que debe estar a mi disposición únicamente cuando yo la necesito. Y cuando este momento llega, si la iglesia no está a mi entera disposición, se produce una migración hacía otras tradiciones cristianas que sí estén a mi disposición 24 horas al día, los 7 días de la semana, cuando yo quiero y de la manera que yo quiero.

El Evangelio de Jesucristo va más allá de mis caprichos personales. El nacimiento del Mesías, del Salvador, del Cristo, del Hijo de Dios, es la máxima respuesta de Dios para toda su Creación. Es la Revelación que viene a poner al mundo al revés. Desde la fragilidad de un recién nacido, Dios muestra todo su amor y misericordia para la reconciliación de la Creación toda. Esta manifestación de Dios viene a romper con toda lógica individualista y sacrificial. Creer y confesar a Jesucristo, va más a allá de rituales vacios, luces de colores y regalos navideños.

El seguimiento de Jesucristo y en consecuencia, dar testimonio de su vida y obra es una tarea cotidiana, personal y comunitaria, con otros y otras. El nacimiento de ese niño-Dios es el comienzo de una nueva historia. Esta nueva historia pone a los excluidos y marginados en el centro de toda predicación. Habilita un espacio de reconciliación y sanación. La historia de ese niño-Dios comienza desde el no lugar. Desde allí se abre una brecha de luz que comienza a transitar con pies de hombres y mujeres a través de toda la historia de la cristiandad. Recordar y celebrar cada 25 de diciembre ese nacimiento debe operar espiritual y teológicamente como un sacudón para nuestro confort religioso, moderno, civilizado, consumista, egoísta e individualista.

La esperanza que trae este nacimiento va más allá de nuestras comprensiones racionales y educadas. Es un acontecimiento de radical incomprensión y misterio.

Quiera Dios a través de su infinito amor y misericordia que nuestros corazones y nuestras realidades se vean atravesadas por tan maravilloso acto de amor. Que el nacimiento de Dios ilumine las oscuridades de todos los niños, las mujeres, los hombres y los ancianos que este día están vagando en tinieblas. Que el nacimiento Dios sea de consuelo para todos aquellos y aquellas que en este día atraviesan cualquier tipo de dolor y sufrimiento. Que el nacimiento de Dios nos movilice a compartir un plato de comida y un lugar de refugio para los hambrientos y desprotegidos de este mundo. Quiera Dios que nosotros mismos nos dejemos atravesar por el amor que otros y otras tienen para darnos.

Amemos y dejémonos amar.

Vamos, que ya llegan nuevos días, vamos, que ya llega la alegría… Vamos…

Amén.

Lic. Jonathan Michel