Publicado originalmente en Página Valdense

Por Nicolás Panotto

En este último tiempo, vemos cada vez más referencias al fundamentalismo religioso en medios de comunicación, análisis políticos o estudios académicos. Preocupa cada vez más los tipos de vinculación entre algunos sectores cristianos con gobiernos que fomentan políticas anti-derecho y discursos de odio. Encontramos amplios sectores que han pasado de la movilización mediática a procesos de organización con fuerte impacto político, sea a nivel a nacional como regional, especialmente en lo que se relaciona con la promoción y defensa de la denominada “agenda valórica”, la cual se compone de un conjunto de preconceptos morales concebidos como absolutos, naturales y trascendentes, es decir, como aspectos que escapan de cualquier subjetividad y debate, y se depositan en el campo de la Verdad metafísica dictaminada, nada más ni nada menos, que por Dios mismo.

Quienes pertenecemos al ámbito de la fe y las creencias, más allá de ser conscientes de esta realidad, nos duele avistar generalizaciones, como si creer o ser religiosa/o comprendiera sostener intrínsecamente un posicionamiento conservador, discriminatorio u opuesto a la ampliación de derechos. El mundo religioso es un campo diverso, con sus inherentes tensiones y pluralidades constitutivas. Por ello me pregunto: ¿por qué las voces fundamentalistas o neoconservadoras son las que cobran mayor notoriedad? ¿Qué sucede con aquellas “otras voces” que forman parte del espectro pero que pasan inadvertidas?

Ante todo, es importante advertir que el fenómeno del crecimiento de los fundamentalismos religiosos, al menos en América Latina, responde a coyunturas socio-políticas particulares, que tocan a toda la sociedad, y no sólo al campo religioso y sus mutaciones internas. En las últimas dos décadas han aumentado los antagonismos sociales, producto de la promoción de políticas públicas en derechos humanos y la visibilización de distintos grupos con demandas históricas de reconocimiento, como son la comunidad LGBTIQ y movimientos feministas. Esto no produjo un movimiento pendular sino más bien la inscripción de un conjunto de tensiones, especialmente en dos campos: en el enfrentamiento a temas sensibles para la sociedad y las escalas morales naturalizadas en ella, y por otro, en el protagonismo de nuevos actores sociales que desafían las representaciones políticas tradicionales, sean partidos o la propia iglesia católica, como amalgama religiosa histórica de la sociedad latinoamericana.

En otros términos, este contexto de agotamiento en términos políticos (crisis de representatividad) y socio-culturales (disputa por la legitimación de concepciones básicas, como sexualidad, familia y ciudadanía) desencadenó un contexto donde las cosmovisiones tradicionales se vieron interpeladas, y con ellas, los agentes y las institucionalidades que históricamente las han resguardado. Por ello, diversas voces fundamentalistas en el campo religioso emergen con su posicionamiento reactivo y radicalizado, como una voz de denuncia de este escenario, y con la fuerza suficiente para reponer ese “vacío” que las dinámicas socio-políticas dejaron. Es importante subrayar este elemento, ya que esta mirada nos lleva a destacar el hecho de que contrarrestar los fundamentalismos no implica solamente focalizarse en los grupos religiosos en sí, sino también en un trabajo más profundo y amplio desde procesos de sensibilización, concientización y rearticulación con la misma sociedad.

La visibilización de los fundamentalismos religiosos nace, entonces, desde la disputa por la verdad pública. Aquello que había sido naturalizado, hoy es relativizado. Y ese relativismo es inconcebible para quienes cimentan sus conductas y lugares sobre verdades que no poseen ningún margen de subjetividad, sino se basan en principios entendidos como absolutos. Y es aquí donde se levanta uno de los principales elementos del fundamentalismo: “Dios”. Dios como norma, Dios como realidad metafísica, Dios como nombre dado de una vez por todas e imposible de asociar con la zigzagueante realidad humana.

Por esta razón, el gran problema teológico del fundamentalismo pasa por los procesos hermenéuticos a partir de los cuales se entiende y nomina lo divino. Para el fundamentalismo no existe tal cosa como la hermenéutica, es decir, procesos y disputas interpretativas que conlleva el ejercicio teológico de definir a Dios. Más bien, Dios se transforma en el sello de un conjunto predeterminado de moralinas e ideas sociales, las cuales se entienden dadas, eternas e incondicionales. Hacemos de lo divino el camino para evadir la incertidumbre que genera reconocer nuestra pluralidad, la necesidad de dialogar y la existencia de diferencias. En fin: Dios, poder y uniformidad son una tríada constitutiva del fundamentalismo, y como tales, no son permeables a ninguna oposición. Por ello, la teología fundamentalista es la vía para negar la condición más básica de los procesos sociales y legitimar el poder inamovible de una particularidad sobre el resto.

De aquí que existe una gran responsabilidad teológica en el desarme de las lógicas fundamentalistas a partir de una epistemología senti-pensante de lo divino que valore la dimensión subjetiva, plural e inherentemente conflictiva del quehacer teológico, lo cual vemos impreso en la misma historia de las religiones y del cristianismo en particular, con la presencia de rostros, institucionalidades y prácticas de las más diversas. La historia de la fe es una historia de confrontaciones constantes entre maneras de ver a Dios. Y eso dista de ser negativo; todo lo contrario. Es imprimir la teología en tanto camino para percibir y narrar a Dios, desde lo más básico de la humanidad, como lo es el encuentro en la diferencia, en la pluralidad de posicionamientos, en la misma perplejidad que atraviesa nuestro caminar para tratar de entender la cotidianeidad.

Y digo senti-pensar, porque precisamente la racionalización y abstracción del quehacer teológico –incluyendo posiciones no conservadoras y hasta progresistas- ha dado lugar a quitar esa impronta corporal, emotiva y subjetiva de este ejercicio, abriendo la puerta al (falso) cientificismo que, paradójicamente, termina siendo utilizado por el mismo fundamentalismo para sostener su supuesta “objetividad”, y hacer de la teología una disciplina carente de “parcialidad” desde un discurso racional y moderno. En otros términos, la colonización ha intervenido en todas las aristas de la teología, en sus diversas perspectivas, y no sólo en el fundamentalismo.

En lo concreto, necesitamos un ejercicio teológico desde nuevos ejes. Primero, recuperar la dimensión narrativa de la teología, donde se valore las dimensiones plurales de la manera de enunciar lo divino, incluyendo la literatura, el arte, y las propias vivencias personales y comunitarias como epicentros teológicos. Segundo, profundizar en una hermenéutica bíblica que enfatice no sólo la necesidad de un análisis concienzudo y serio de las Escrituras en tanto textos históricos, sino que reconcilie la dimensión interpretativa y experiencial del acercamiento a la Biblia, para así contrarrestar esa visión tan presente en el fundamentalismo, que hace de la interpretación del texto bíblico una abstracción lejana de las contingencias históricas. Tercero, debemos hacer del quehacer teológico una experiencia comunitaria y no una tarea delegada a un puñado de especialistas. Esto ha dado lugar a que la teología se transforme en un nicho que pertenece a un grupo selecto, el cual puede sentirse con el derecho de abusar de su ejercicio en nombre de la “objetividad” y la parcialización. Por último, necesitamos de nuevas metodologías teológicas que superen las clausuras academicistas, pero que valoren la profundidad que poseen las distintas formas de construir el conocimiento. Un marco dialogal del quehacer teológico estima las experiencias diversas, partiendo de la necesidad de un encuentro con el otro/a a partir de una argumentación sólida y a la vez abierta.

Como podemos ver, una epistemología senti-pensante del quehacer teológico tiene que ver con un desafío directo a las formas tradicionales de comprender y practicar la teología, no sólo del fundamentalismo, sino en nuestras propias comunidades y maneras tradicionales dentro de la tradición cristiana. Muchos de los reduccionismos con los cuales nos enfrentamos en nuestros espacios, han sido el germen para el nacimiento de posiciones fundamentalistas. Por ello, esta batalla no sólo conlleva una guerra de posiciones clausurada entre unos y otros, entre buenos y los malos, sino más bien el reconocimiento de que las diversas formas históricas que confluyen en el cristianismo, y a las cuales nosotros/as mismos/as respondemos en varios sentidos, pueden dar lugar a prácticas enajenantes y excluyentes si sus bases no son resignificadas. Por ello, la cura del fundamentalismo está en nuestras propias manos, y su remedio toca las fibras más susceptibles de nuestras propias experiencias cotidianas de fe y eclesialidad.