El 17 de febrero de 1848, en una Italia todavía no unificada, “los valdenses son bienvenidos a disfrutar de todos los derechos civiles y políticos de nuestros súbditos, a asistir a las escuelas dentro y fuera de la Universidad, y acceder a los grados académicos.” Así lo dicen las Cartas Patentes que firma entonces Carlos Alberto, “Rey de Cerdeña, Chipre y Jerusalén, Duque de Saboya, Génova, etc. etc. (sic) Príncipe de Piemonte ecc.ecc. (sic también). Fue en 1848. El pueblo valdense llevaba siglos de persecución y aislamiento en lo que la historiografía llama “el ghetto alpino”.

Una bienvenida semejante reciben quienes pertenecen a la comunidad judía.

Por supuesto que lo celebramos. Tenemos motivos como valdenses para quienes el 17 de febrero es una fecha clave, pero mucho más tenemos como seres humanos cuando a un pedacito de nuestra sociedad le son reconocidos derechos que nunca debieron ser negados. Uno tiene entonces la sensación de que aunque sea en pequeña medida, la conciencia humana ha dado un salto adelante.

Lo que no podemos dejar de preguntarnos es quién tiene la autoridad para reconocer o negar derechos tan elementales como trasladarse, casarse, estudiar, trabajar o intercambiar bienes. Ésos fueron los reconocidos entonces. La sobrecarga de títulos sobre la realeza de Carlo Alberto parece responder a la pregunta y además autorizarlo a decir que “estamos de buen grado resueltos a hacerlos partícipes de todas las ventajas conciliables con las máximas generalidades de nuestra legislación.” Y como no está de buen grado para reconocer sus derechos religiosos, entonces también tiene permiso para decir que “nada es sin embargo innovado en cuanto a su culto y a las escuelas dirigidas por ellos”. Y por si quedan dudas sobre la fuente de su poder, Carlo Alberto se encarga de decir que es rey, duque y príncipe “por gracia de Dios”. Así que si de él emana su autoridad, no habrá presencia soberana que la haga cesar. Es la lógica de las viejas “teocracias” que parecían ya medio trasnochadas a mediados del siglo XIX pero eran, habían sido y aunque parezca mentira siguen siendo.

Quienes recibimos ya de regalo aquel reconocimiento de derechos tenemos hoy un doble compromiso. Por un lado el de levantar la voz en defensa de quienes todavía tienen negados derechos tan humanamente elementales que hacen a su propia identidad. Por otro tenemos la obligación de cuestionar a quienes, invocando el nombre de Dios en vano, despiertan el espíritu por momentos aletargado de aquellas teocracias pero siempre dispuesto a despertar.

En declaraciones a la cadena CNN, hablando de las poblaciones aborígenes que viven en la Amazonia, el 24 de enero de 2020, el presidente de Brasil decía: “El indio ha cambiado, está evolucionando y convirtiéndose cada vez más en un ser humano como nosotros” “Lo que queremos es integrarlo a la sociedad para que pueda ser dueño de su tierra”.

Más allá de su discutible concepto de evolución, él, como Carlo Alberto, se entiende depositario de la potestad de determinar quién es un ser humano, quién no, quién está en vías de serlo y qué requisitos debe cumplir para eso. Como Carlo Alberto, ha dejado claro más de una vez que entiende ejercer el poder por gracia de Dios. A afirmar esa convicción han contribuido entre otros tantos gestos su mediático bautismo en el río Jordan durante su carrera a la presidencia y su lema “Brasil por encima de todos, Dios por encima de todo” de la campaña electoral que ha buscado instaurar como un dogma repetido por alumnos escolares diariamente luego del himno nacional, y muchísimos otros de no grato recuerdo.

Respecto de la Amazonia, el presidente dijo a fines de enero tener “un sueño”. No es casualidad que su sueño coincida con el propósito de las compañías mineras transnacionales de liberar tierras hoy ocupadas por población originaria para la explotación a cielo abierto lo que es catalogado como “pesadilla” por las organizaciones aborígenes que viven en la zona y por quienes luchan por el cuidado de la creación en ese lugar del mundo absolutamente vital.

Los pueblos originarios de América latina han sufrido en carne propia esos intentos de “humanización” a la fuerza y han soportado desde el siglo XV propuestas “evangelizadoras” apoyadas en la curiosa sociedad de la cruz y la espada. Para ellos el “Evangelio” muy pocas veces se tradujo como “buena noticia”, hacerlo con ellos y con otros “colectivos” avasallados es un desafío al que nos compromete la libertad que por gracia de Dios hemos recibido. La memoria de lo vivido es una herramienta que no debemos despreciar a la hora de mirar los desafíos de hoy, y los de mañana.

Oscar Geymonat

Nota aparecida el viernes 14 de febrero 2020 en

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